Y entonces..., ¿para qué nos habíamos hecho periodistas?
A pesar de que la información es un servicio público, un derecho fundamental, un pilar básico de las sociedades libres, la mayoría de los medios de comunicación la tratan como mera mercancía cuya finalidad es la máxima rentabilidad económica y la capacidad de influencia política. Por eso fomentan la deshumanización y la competencia en vez de la colaboración entre los trabajadores, con el objetivo de impedir la movilización y, por tanto, la defensa de la calidad del periodismo. Las consecuencias de estas dinámicas son enormemente graves: frivolidad en el tratamiento informativo, selección arbitraria de lo que es noticiable, información al servicio del poder y preferencia por el entretenimiento –en nombre de las audiencias– en detrimento de la información.
Canal Nou es uno de los ejemplos más sangrantes, pero no el único. Algunos de los vicios que allí se han dado se registran en menor medida en buena parte de las redacciones de este país, donde los jefes imponen consignas favorables a determinados partidos políticos para después celebrar en los despachos el triunfo electoral. No son pocos los periodistas que han presenciado esos momentos de euforia de algunos directivos ante la victoria del partido para el que han estado trabajando de modo indirecto.
La televisión, el medio de comunicación de masas por excelencia, suele aplaudir a quienes se sumergen en las profundidades de la banalidad en espacios a los que siguen llamando, con toda la desfachatez, informativos. ¿Se imaginan qué pasaría si hubiera cientos de periodistas, con sus plataformas, sus focos, sus cámaras, su show, a las puertas de un centro de internamiento para extranjeros en España, esos lugares donde están presas personas por el simple hecho de no tener papeles? ¿Qué ocurriría si hubiera conexiones continuas de radio, televisión y prensa online a las puertas de la casa de una familia a punto de ser desahuciada?
¿Se imaginan que el periodismo dejara de provocarse tortícolis de tanto mirar hacia arriba, que apostara por internarse en los barrios humildes de las ciudades para relatar toda una realidad que ahora mismo define a nuestro país, y que se olvidaran de los despachos, de las corbatas, del compadreo con el poder?
¿Por qué se presta tanta atención a las declaraciones muchas veces insustanciales de un ministro mientras se silencian las de una persona que sufre las consecuencias de sus políticas: desempleo, falta de recursos, de vivienda, de comida, de futuro, de esperanza? ¿Por qué se difunden todos los mensajes que emiten los gobernantes y, sin embargo, no se hace seguimiento informativo de los que padecen la desigualdad que los primeros fomentan?
En fin. Hay algunos gurús que culpan de todos los males del periodismo a la crisis económica. Pero no. Todo comenzó antes, con una terrible crisis de identidad que había llevado a muchos directivos de medios a confundir información con mercancía, obsesionados por ganar dinero, mucho dinero, a costa de colaborar en un proceso profundo de desinformación. “Cuando se descubrió que la información era un negocio, la verdad dejó de ser importante”, escribió el maestro Kapuscinski.
Ahora, con el cierre de Canal Nou, algunos lamentan cuánta basura tuvieron que fabricar, cuánta propaganda se vieron obligados a difundir, cuánta censura tuvieron que sufrir. La clausura de un medio de comunicación público es siempre una mala noticia. Pero atrevámonos a ir un poco más allá del cinismo de lo políticamente correcto. ¿Para qué nos habíamos hecho periodistas? ¿Para colaborar al servicio de un régimen censor o para intentar informar a la sociedad? Hay profesiones en las que el mal ejercicio del oficio es casi criminal. Y el periodismo es una de ellas.
En algunas empresas informativas, la lucha se ha centrado en la fundamental defensa de los derechos laborales –salarios, horarios–, pero a menudo se olvida que la práctica de este oficio solo puede ser digna si va acompañada de la ética profesional. ¿De qué me sirve un buen salario si tengo que vender mi integridad periodística?
Es bueno permanecer dentro de una redacción siempre y cuando se disfrute, aunque solo sea de vez en cuando, de cierto margen de maniobra. Pero si se está atado de pies y manos, quizá la mejor opción sea irse.
Podemos ser más útiles al oficio como periodistas free lance que dentro de una redacción castrante. O menos perjudiciales para la sociedad como vendedores de ropa, por poner un ejemplo, que como periodistas 'colaboracionistas'. Que alguien venda tejidos de mala calidad no tiene las repercusiones sociales y políticas directas que provoca el mal periodismo, sostenido por los miedos, por los silencios, por la falta de conciencia social en este noble oficio de informar.
Sería conveniente que retuviéramos en la memoria lo que está pasando en algunos medios de comunicación, donde tantos han legitimado abusos o han sido cómplices con sus silencios hasta el último momento, cuando ya era demasiado tarde. Al final, incluso algunos de los más entregados a la censura y al periodismo tendencioso se están quedando en la calle. Y con su historial colgado del cuello. Difícil vivir con ello, ¿no? ¿Para qué se habían hecho periodistas?
¿Por qué nos hicimos periodistas? Es una pregunta que deberíamos formular a diario, antes de caer en la indiferencia. Antes de convertirnos en lo contrario de lo que alguna vez quisimos ser.