Hipotecas abusivas, valga la redundancia
Si la industria cinematográfica española tuviese el músculo y los reflejos de la estadounidense, ya estaría preparando una película sobre tres héroes de nuestro tiempo: Mohamed Aziz, Dionisio Moreno y José María Fernández Seijo. El trabajador que fue desahuciado de su casa por el banco y no se resignó; el abogado que creyó en la Justicia y se ha pasado dos años peleando; y el juez con conciencia social que aceptó llevar el caso al tribunal europeo que ayer les dio la razón.
Me temo que con tanta fumata vaticana no demos la importancia que merece a la victoria de Aziz, Moreno y Seijo. Aunque el poder financiero y sus aliados políticos intentarán levantar un dique (hay que “acotar adecuadamente el alcance de la sentencia”, dice la Asociación Hipotecaria Española), la riada puede crecer y abrir una vía judicial contra los desahucios, además de forzar el cambio legislativo por el que pelea la PAH.
Su historia, insisto, es puro Hollywood, del género ‘legal thriller’, esas películas donde el débil siempre acaba venciendo al fuerte, el ciudadano oprimido y el abogado valiente derrotan a una poderosa multinacional, una conspiración política o una fábrica contaminadora tras un arduo proceso judicial. O como en este caso, el humilde trabajador, el abogado tenaz y el buen juez contra la mafia hipotecaria.
En el principio de la crisis española hay una hipoteca: una firma sobre un documento que te entregaba atado de pies y manos al banco, que desde ese momento era dueño de tu vida y podía imponerte todo tipo de condiciones abusivas, porque se lo permitía una ley “abusiva”, como la califica la sentencia europea. Es decir, una ley hecha a la medida de los bancos.
La ley hipotecaria allanó el terreno al boom inmobiliario, la década prodigiosa en que se firmaron nueve millones de hipotecas abusivas, valga la redundancia. Sin ese endeudamiento masivo no habría sido posible construir millones de viviendas que generaron plusvalías escandalosas. Entonces todo empujaba a las familias a hipotecarse: la situación económica, los tipos de interés, la política fiscal, el disuasorio mercado de alquiler, las promesas de revalorización permanente que hacían de la vivienda la mejor hucha, y la cultura dominante. Todo convergía en un embudo por el que entró ese 80% de las familias que tienen vivienda en propiedad. Y al final de ese embudo, el estrechamiento último por el que todos tenían que pasar de perfil era la ley hipotecaria, lo más parecido a vender tu alma al diablo.
Cuando llegó la crisis, la ley hipotecaria estaba ahí para proteger a los bancos y penalizar a los ciudadanos: cláusulas suelo, intereses de demora obscenos, desprotección, desahucios a criterio del banco, subastas tramposas, una deuda de por vida para el hipotecado y para todos sus familiares atrapados en la telaraña de avales. Y ni hablar de la dación en pago, que se negaba a las familias mientras se le concedía a las inmobiliarias responsables de la burbuja.
La ley hipotecaria no solo ha protegido a los bancos: también ha servido para proteger al gobierno de turno, enfriando el descontento ciudadano. Cada vez que alguien pregunta por qué no arde la calle en España con tanta desigualdad, miseria, recortes y contrarreformas, no busquen explicaciones sociológicas, no miren en el colchón familiar ni sigan el rastro de ningún opio del pueblo. La verdadera respuesta está en esa ley hipotecaria, que mantiene la morosidad sorprendentemente baja, y que hace que millones de personas acepten cualquier trabajo y cualquier modificación de sus condiciones laborales, con tal de reunir suficiente para pagar la letra de la hipoteca otro mes más, y así seguir cumpliendo su parte del trato con el diablo.