¡No es justo!
Fragmento de la introducción del libro '¡No es justo!' (Los libros de la Catarata), de Antonio Rovira, que se puede leer íntegra aquí
Los momentos en los que vivimos exigen, quizá más que nunca, un reforzamiento de los mecanismos de control de la eficiencia y de la responsabilidad para poner freno al caciquismo de la función pública que permanentemente nos ha acompañado. La burocracia siempre ha sido uno de nuestros problemas, entre otras cosas porque oculta y facilita la corrupción; cuanta más burocracia, más corrupción y, sin embargo, continúan los procedimientos anticuados de selección de nuestros funcionarios que no garantizan el mérito ni la capacidad ni la igualdad, y lo más grave es que una vez nombrados realmente solo responden ante ellos mismos, siendo, en la mayor parte de los casos, inamovibles hasta la edad de jubilación.
Pase lo que pase, casi nunca dimiten: ni por la corrupción política, ni por la incompetencia, ni por los errores de bulto que vosotros tenéis que pagar ni por la patente ineficacia en atajar los males que nos habíamos propuesto resolver. La trama institucional y nuestro corporativismo ayudan a que puedan gozar de una eterna impunidad a pesar del tremendo dolor que provoca su incompetencia.
Un dirigente político en Galicia presumía públicamente de haber dado trabajo en el sector público a 150 personas sin valorar otros méritos que la cercanía, la confianza y la proximidad ideológica o familiar; mientras tanto, me consta, muchos de vosotros, incluso los mejores expedientes, estáis buscando con gran esfuerzo un lugar donde poder demostrar por primera vez de lo que sois capaces.
Los poderes de los que tanto he hablado no están respondiendo a las exigencias del momento. El sistema está averiado, viejo, influenciable en los grandes casos. Y tened mucho cuidado porque estáis en un país de envidiosos y no hay nada más terrible que la envidia activa, que los profesionales de la envidia, que también lo son de la mediocridad.
En fin, que vivimos en una sociedad en la que está mal visto que las cosas nos vayan bien. El envidioso, con esa sonrisa de hiena que le caracteriza, pasa por la vida sin dejar más huella que sus constantes intentos para hacer de menos a los demás e intentar excluir, y si puede destruir, a quienes ponen en evidencia su mezquindad. El envidioso desea algo que no posee y, para conseguirlo, paraliza el progreso condenando el talento y el éxito ajeno. Es un profesional de la difamación, se pasa la vida adiestrándose para dañar la reputación del otro haciendo circular rumores falsos para perjudicar la fama o el prestigio de una persona por la sencilla razón de que él sabe que nunca la tendrá.
Además, la envidia es el combustible de la codicia, porque la corrupción es una cuestión mental, es el miedo el que hace que se les vaya la cabeza y les impulse sin freno a acumular dinero y posesiones obsesivamente en busca de la seguridad. Hacerse rico como sea, para ser alguien, para salvarse, quizá, de su propia mediocridad. Gente que tiene miedo a vivir en el mundo si no es rodeado de dinero, para sentirlo controlado. Pero el más armado siempre es el más cobarde. Estamos construyendo una sociedad enferma dominada por la envidia, el miedo y la prisa, porque el miedo siempre tiene prisa.
El codicioso es débil, inseguro, le atemoriza el porvenir, le falta coraje para vivir decentemente junto a los demás y para asegurarse la vida, todo lo que pueda hacer es poco. Todo este miedo y su consecuencia, la envidia, ha instaurado un clima de impunidad, sobre todo con el dinero y el poder político, que alimenta un desenfreno que lo envuelve todo y supera con facilidad a los policías y jueces encargados de investigarlo, perseguirlo y castigarlo.
Vivimos en un país debilitado, con una atmósfera de corrupción política y financiera que fomenta la desconfianza y aumenta el autoritarismo, y ¿quién va a invertir y a vivir en un país así?
Para disolver el problema, declaran en las tribunas: no todos los políticos son corruptos (envidiosos, inseguros). ¡Solo faltaría! Pero, en estos momentos, más de 1.000 cargos políticos están imputados por asuntos de corrupción y parece que no es necesario que todos los políticos sean delincuentes para que este número sea ya muy preocupante, alarmante y sobre todo vergonzoso. “La corrupción ya no es un problema de conductas individuales, es estructural a un sistema que ha cerrado la política a la sociedad y ha creado una espesa casta política, económica y mediática que se siente impune y que lo está contaminando todo. [...] En las últimas décadas la corrupción es sistémica, es un problema estructural. Solo si se reforma el sistema se podrá afrontar”. Pero no solo existe la gran corrupción, también tenemos la pequeña. En la actualidad pequeños ayuntamientos tienen fundaciones con Centros de Estudio que han recibido durante años cientos de miles de euros de otras instituciones y empresas sin que nadie lo controle.
Aunque conviene precisar que cuando hablamos de la corrupción como problema no nos referimos tanto a la Administración y a los funcionarios; la corrupción a la que nos referimos especialmente es de la política o de las finanzas, que está relacionada directamente con ella. Porque, como han puesto de relieve los últimos estudios, nuestro país se sustenta en una buena consideración de nuestra Administración, ¿no es así? Una Administración pública que tiene que mejorar en eficiencia y profesionalidad, pero policías, profesores, médicos y enfermeras, celadores, bomberos, militares y periodistas, en general, son/somos gente honrada; una Administración, me atrevo a asegurar, poco eficiente, pero casi decente en la que la “mordida” es la excepción.
El problema es que la casta política y financiera se han apropiado del Estado. El empresario ha sustituido al político y su codicia ha roto todos los frenos, todos los controles y la maquinaria se está rompiendo. Casi nadie se cree ya la propaganda y se está llegando al límite, porque somos conscientes de que la gestión que se haga de la política y de la economía afecta muy directamente a nuestros más esenciales derechos: salud, educación, justicia, seguridad.
Empezamos a ver con mucha claridad que la actitud de las élites me afecta a mí, que la política afecta a todos y política es lo que uno hace con los demás; por eso rehusar hacer política también es una manera sospechosa, engañosa, cuando no vergonzosa, de ocultar la que se está haciendo.
El trabajo del político es darnos un presente y un futuro, y en esta democracia de baja intensidad, como la califica Carlos de Cabo, ya no sabemos ni quiénes somos. Por eso, si queremos seguir conviviendo en democracia está llegando el momento de cambiar el paso y perder este miedo tan humano que convierte a la gente en rebaño.
Es momento de cambiar, de avanzar, porque si no se avanza se desaparece y el cambio siempre lo hacen los que más lo necesitan, y la necesidad siempre viene acompañada de los descubrimientos: la rueda, el alfabeto, la navegación, los molinos, y ahora los rascacielos, el móvil, la informática, la web, Twitter, la computación en la nube y la marcha continua. A vuestra generación no le falta trabajo porque conseguiréis una biología y una medicina con la precisión de la física y trasformaréis la economía en una ciencia exacta.
Descubrimientos que nos deslumbran y revolucionan nuestras vidas, provocando cambios sociales que nos cuesta incluso imaginar. Pero recordad que no debemos intentar cambiarlo todo porque entonces podemos quedarnos sin nada. Los revolucionarios –decía Valéry– nos proponen hacer en dos días la obra de años y el resultado es que deshacen, en uno, la obra de siglos. Lo que necesitamos es un cambio en profundidad y el cambio siempre lo impulsan los que no están bien, los que nos atrevemos a decir ¡no!
Estamos en un periodo constituyente, ante un cambio de ciclo. Estamos en un tiempo de transición, postmoderno, que se adentra en la diversidad y en cierto modo en la oscuridad. No hay solo una crisis económica de la que dicen que estamos saliendo, pero a nuestra costa. No os engañéis, hay una crisis de confianza en el sistema democrático, hay un cambio de civilización que exige más que nunca eficiencia, inteligencia y honestidad a los dirigentes.
Pero nuestras élites siguen con sus rutinas como si no pasara nada, sin reconocer que el Estado-Nación que conocemos está en su crepúsculo y que, sin embargo, lo necesitamos más que nunca porque los signos anuncian convulsiones políticas y sociales para las que ya no sirve cambiar la fachada anunciando nuevas leyes o la constitución de comisiones de expertos para que todo siga igual, para aparentar.
Introducción de 'No es justo', de Antonio Rovira por eldiario.es