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La bola de las mentiras económicas crece sin parar y es cada día mas peligrosa

El ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro. / Efe

Carlos Elordi

Mientras se intensifica la campaña propagandística oficial sobre el muy positivo momento económico que estamos viviendo, y que ahora apoyan acríticamente medios privados otrora muy influyentes como El País, un puñado de analistas, muy pocos, se está esforzando por demostrar, con datos que el gobierno y los grandes bancos ocultan u olvidan, no solo que las cosas siguen estando igual de mal que siempre, cuando menos en lo sustancial, sino incluso que nuevos peligros acechan a nuestra economía. El hecho de que los socialistas, por motivos que ellos sabrán, se hayan sumado a la corriente que dice que efectivamente se está produciendo una mejoría, aún poniendo las consabidas pegas, sugiere que esas opiniones críticas van por libre.

La situación, salvadas las distancias, recuerda bastante la que se produjo en el tiempo que precedió al estallido de la burbuja inmobiliaria. También entonces quienes advertían de lo que se venía encima. Por el contrario, y mientras algunos indicios ya presagiaban el desastre, cientos de voces autorizadas –desde el gobierno socialista, los bancos, y toda suerte de instituciones económicas- aseguraron una y otra vez, hasta lavar el cerebro de la gente, que no pasaba nada, que el ladrillo estaba en perfecta forma. Hasta que se vino debajo de un día para otro.

Más tarde quedó claro que aquella campaña tenía objetivos muy precisos. Que, de un lado, había servido para que el gobierno Zapatero ganara tiempo –y hasta que batiera a Rajoy en las elecciones de 2008–. Y, de otro, a que los bancos privados –que no las cajas de ahorros– hicieran cuanto necesitaban, entre otras cosas vender preferentes a los más incautos o deshacerse de compromisos con algunas inmobiliarias, para reducir la dimensión del batacazo que sabían que iban a pegarse y del que, más tarde, el dinero público le ayudaría a resarcirse.

Ahora estamos, más o menos, en lo mismo. La campaña oficial que dice que la recuperación está en marcha y que el dinero extranjero acude en masa a España porque, de repente, ha descubierto que el futuro de nuestro país es de ensueño, tiene por objetivo reforzar políticamente a un Rajoy más débil que nunca –en términos internos y de popularidad– y de paliar sus pésimas perspectivas electorales. Pero también sirve a sus socios más privilegiados, la gran banca y, en general, a todo el sector financiero, que, contrariamente a lo que se nos dice día tras día, está muy tocada y, en algún caso, al borde de lo peor.

Cristóbal Montoro acaba de asegurar en una entrevista en El País que la buena marcha de la bolsa en los últimos meses es uno de los indicadores de que las cosas van muy bien. Sin añadir que todas las bolsas europeas han subido al unísono con la española y que, entre las europeas, la que más lo ha hecho ha sido la griega –un país en el que nadie se atreve a decir que eso sea un buen síntoma- y en otras latitudes, la palma se la han llevado la venezolana y la argentina, en donde la situación económica, más que mala, es pésima. Nuestro ministro tampoco ha dicho que en las últimas semanas el “rally” bursátil se ha apagado bastante y que la principal razón de ese frenazo ha sido la caída de las cotizaciones de los grandes bancos. Y esto último sólo tiene una explicación: la de que los inversores dudan de su futuro a corto y medio plazo.

Una razón bastaría para explicar esa actitud: el crecimiento imparable de la morosidad, del número de amortizaciones de créditos que dejan de pagarse, que ya está en el entorno del 13%. Eso, según las cifras oficiales, que en este y en otros casos puede que no coincidan con la realidad: al tiempo que hay quien dice que la subida del 0,1 % del PIB en el tercer trimestre, otro de grandes los logros del gobierno, pudiera ser el resultado de algún apaño contable, se acaba de saber, y esto no es una hipótesis, que los seis mayores bancos acaban de reconocer como morosos 14.000 millones de créditos que en sus cuentas hasta ahora figuraban como “refinanciados”, es decir, sin problemas.

Aparte de que está claro de que el gobierno y el Banco de España les ha permitido hacer ese apaño, no deja de llamar la atención que la noticia aparezca justo después de que esos mismos seis bancos hayan anunciado unos beneficios de 7.778 millones de euros durante los nueve primeros meses de 2013. Si la recalificación de los citados créditos se hubiera publicado antes de ese anuncio, los beneficios se habrían convertido en pérdidas –que seguramente es la situación en que se encuentran no pocos bancos– y ninguno de ellos habría podido prometer dividendos.

Mientras tanto, se espera que de uno de estos días el gobierno autorice a los bancos a computar como capital 50.000 millones de deducciones de impuestos en operaciones, sobre todo en el sector inmobiliario, que han dado pérdidas o que son créditos que no se van a pagar. Las trampas no paran. Pero de eso no se habla. A la banca no le interesa y sí, en cambio, que se pregone en todos los frentes que la inversión extranjera está como loca por invertir en España. Cuando lo cierto es que resulta un tanto patético comprobar a donde está acudiendo –a operaciones especulativas y a comprar empresas a precio de saldo, incluyendo en ellas al 6 % de FCC que ha adquirido Bill Gates– y el hecho de que el dinero extranjero no muestre el mínimo interés por entrar en nuestros bancos. Por algo será.

Aunque entre los silencios clamorosos casi destaca más que los anteriores el que se ha construido en torno al dato de que la inflación está cayendo a una tasa del un 0,1. El ministro De Guindos ha despachado el asunto diciendo que eso es circunstancial y que el índice de precios volverá a subir en breve. Sin dar un solo argumento al respecto. Pero, ¿y si no fuera así? ¿Y si los precios estuvieran bajando porque lo hacen también los salarios, la actividad económica y, consiguientemente la demanda? ¿Y si España, en lugar de hacia la cacareada recuperación, se estuviera encaminando hacia la deflación? Es decir, hacia una situación aún peor que la actual, porque en una deflación el coste de las deudas, y de su servicio, aumenta sin parar. Y España -el Gobierno, las empresas y la banca– está endeudada hasta las cejas. Y si hoy casi no puede pagar lo que debe, ¿cuántas desgracias en la economía real habrán de producirse para hacer frente a mayores obligaciones?

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