El mercado tiene sexo: ¡la desigualdad también!
Llama poderosamente la atención que en una época de eclosión política, en la que se propone repensar el sistema, a lo grande, los propuestas electorales de los partidos que han concurrido a las dos últimas elecciones y que posiblemente lo vuelvan a hacer en diciembre, hayan dedicado tan poco espacio a replantear las bases de nuestro mercado laboral y sistema económico en clave feminista. Y sin embargo, parece claro que, junto a la sostenibilidad ambiental y la lucha por una justicia redistributiva que logre corregir el cáncer de la creciente desigualdad social, una agenda de progreso social que pretenda erradicar todas las formas de explotación indebida de recursos humanos debe expresar de forma clara y contundente su compromiso con la igualdad de género. También con la corresponsabilidad en la distribución de las tareas de cuidado de las que depende nada menos que la reproducción del tejido social y la sostenibilidad de la especie humana.
A la hora de repensar nuestro sistema económico en clave feminista, hay que partir del presupuesto de que, dentro de las distintas tipologías de estados de bienestar, el modelo español se ubica en el tipo familista. Este se caracteriza por poco gasto público familiar y escaso desarrollo de servicios públicos de atención al cuidado, factores que van indisociablemente unidos a bajas tasas de fecundidad y de actividad laboral femenina.
Pensemos que en España el gasto público en “familia y niños” está a la cola de la UE con 1,4% del PIB (en 2014), ¡solo por delante de Grecia! La verdad es que, como todos sabemos, la organización social del cuidado en España descansa fundamentalmente sobre las familias, y dentro de ellas, principalmente sobre las mujeres, realidad que se ha visto agudizada con la crisis.
A su vez, la interrelación que se establece entre el reparto de trabajos de cuidados y empleo es perversamente circular. Las mujeres se incorporan menos y en peores condiciones a los mercados de trabajo precisamente porque disponen de menos tiempo, flexibilidad e incentivos para hacerlo. Pero es que cuando lo hacen se ven recluidas a ciertos sectores, los más precarizados, encorsetadas en categorías de tiempo parcial y remuneradas con salarios mínimos y desiguales que imposibilitan su autonomía presente y futura, a través del acceso a pensiones adecuadas. Lo irónico es que es precisamente esa parcialidad, precariedad y minusvaloración del trabajo de las mujeres lo que las condena a su vez a un menor poder de negociación de tiempos y trabajos en el seno de la familia.
Para superar la situación actual se imponen tres líneas prioritarias de intervención. Por un lado, políticas en el ámbito laboral y del cuidado. Por otro, un replanteamiento más global y en clave de género de las políticas macroeconómicas. Vayamos por partes.
Por lo que hace a la política de empleo hay que partir de la base del problema de la discriminación estadística que hace que la mayor dedicación de las mujeres al cuidado, real o esperada, se asocie a una menor dedicación o estabilidad laboral. Ante esta realidad, toca corregir tanto prejuicios como realidades, ya que el estereotipo alimenta a la realidad y viceversa.
Hay que empezar por supuesto por revertir la precarización generalizada y creciente de los mercados de trabajo pues tanto las jornadas interminables como la flexibilidad a demanda del empleador hacen imposible la conciliación, para hombres y mujeres. Igualmente es necesario avanzar en mercados de trabajo más meritocráticos, en lo que afecta a los procesos de selección, retención y promoción, estableciendo a su vez políticas que fomenten la conciliación como las políticas de flexibilidad en el tiempo de trabajo o un sistema de permisos por maternidad y paternidad iguales, intransferibles y remunerados en su totalidad.
El sistema de remuneración salarial debiera ser plenamente transparente, evitar las retribuciones salariales no lineales y no priorizar el presentismo o la antigüedad, sino más bien la productividad y la consecución de objetivos específicos.
Intervenciones en el ámbito educativo para incentivar vocaciones en las profesiones más masculinizadas, como las ingenierías, y programas de mentoring serían instrumentos claves para que las mujeres superasen los estereotipos pero también la internalización de los mismos y la inhibición que las impulsa a autoexcluirse de determinados sectores, o de determinados puestos o destinos. Por ello, avanzar en legislación que permita aumentar el número de mujeres que rompan el techo de cristal y estén presentes en la cúspide de las empresas es fundamental.
En cuanto a las políticas de cuidado, aunque se venía avanzando tímidamente en servicios públicos de cuidados tanto a la infancia, mayores y personas en situación de dependencia desde la adopción de la ahora maltrecha Ley de Dependencia de 2006, la crisis ha revertido esta situación sobrecargando aún más a las familias españolas. La creciente dependencia de la familia para abastecer el cuidado genera desigualdad no sólo de género sino de rentas y por nacionalidad, pues únicamente las personas con mayor renta tienen la posibilidad de externalizar en los mercados esos trabajos, siendo la mano de obra inmigrante la que con frecuencia entra a suplir las carencias, con empleos de baja calidad y fundamentalmente informales.
La decreciente corresponsabilidad del Estado en este sector se traduce también en nuestra bajísima tasa de fecundidad (¡1,3 hijos/as por mujer en edad fértil!), y, por ende, en el proceso acelerado de envejecimiento de la población y la debilidad del sistema público de pensiones.
Ante esta realidad, apremia equiparar el porcentaje de gasto público social con la media europea o incluso elevarlo aún más, sin que sea suficiente mantener el nivel de inversión previo a la crisis. El desarrollo de escuelas infantiles de calidad debe ser un pilar central de la estrategia. Se hace imperativo desarrollar igualmente incentivos directos o indirectos para garantizar avances en corresponsabilidad como pueden ser la fiscalidad individual, desgravaciones por permisos de cuidado para los hombres, o medidas educativas a través del sistema de enseñanza y la programación del ocio y la publicidad que ofrezcan modelos alternativos de masculinidad, más compatibles con el cuidado por parte de los hombres.
Sistemas mixtos de cuidados (con apoyo público e institucional pero que garanticen también el derecho a cuidar y ser cuidados en el entorno familiar) deben articularse para el cuidado de las personas mayores y con necesidades especiales, asegurándose el poder adquisitivo de las pensiones, los servicios públicos y el cumplimiento de la Ley de Dependencia. Tenemos que avanzar también, a nivel de planificación urbanística, en el diseño de ciudades y viviendas más favorables al cuidado incluyendo el de las personas con necesidades especiales.
Dicho todo esto, si de repensar el sistema, a lo grande, y desde sus bases se trata, hace falta más: hace falta que abandonemos la ficción de la neutralidad de género de las políticas macroeconómicas. Hacerlo implicaría revertir la tendencia hacia las políticas deflacionistas y la merma de la inversión pública que estas conllevan, con claro perjuicio diferencial para las mujeres que son las que más dependen, por su nivel de renta y patrimonio, de los servicios sociales que se ven recortados (además de ser las principales empleadas en estos sectores y sus “sustitutas naturales” en términos de provisión de servicios de cuidados y asistencia).
Tocaría también plantear, precisamente por la desigual distribución de renta y patrimonio entre hombres y mujeres, una política fiscal que aumente presión y progresividad gravando renta y patrimonio, y no sólo ni principalmente el trabajo o el consumo.
Tendríamos por último que dotarnos de toda una serie de mecanismos de medición y monitoreo capaces de traducir las políticas económicas y fiscales en clave de impacto de género. De ellos nos valdríamos para auditar los resultados de las privatizaciones, evaluar las políticas públicas y valorar el impacto de género de los presupuestos generales del Estado. Entre los nuevos indicadores de medición económica y del bienestar incluiríamos los efectos de unos y otros sobre la generación y el reparto del trabajo de cuidados no remunerado, lo cual equivale a decir –estadísticamente hablando– del trabajo de las mujeres que de esta forma dejaría de ser objeto de extracción al tiempo que de invisibilización.
Lina Gálvez es Catedrática de Historia e Instituciones Económicas de la Universidad Pablo de Olavide
Ruth Rubio-Marín es Catedrática de Derecho Constitucional Comparado del Instituto Universitario Europeo de Florencia, en servicios especiales de la Universidad de Sevilla