Hay monstruos entre nosotros
La ira y el tormento son un obstáculo para la objetividad. Pero es que éste apunte no pretende ser en absoluto objetivo. Hay ocasiones en las que uno se sitúa frente a la pantalla del ordenador para empuñar el teclado, no para escribir: esta es una de ellas. Han asesinado al Roble Grande de la Solana, árbol monumental de Extremadura que embellecía desde hace más de tres siglos el Collado de Paula, una bella colina situada entre la comarca de La Vera y el Valle del Jerte, a las afueras de Barrado (Cáceres).
Y digo que lo han asesinado porque el canalla o los canallas que subieron al collado para matarlo actuaron con alevosía, premeditación y escarnio. Realizaron una decena de cortes en el suelo, a gran profundidad, para alcanzar sus raíces, y una vez abiertas las heridas fueron vertiendo en ellas una garrafa de herbicida para quemarle las entrañas y resecarle el alma. Malditos bastardos.
Los técnicos que están estudiando el caso calculan que ese acto cruel ocurrió este invierno, pero el viejo roble no soltó ni un lamento hasta llegada la primavera, cuando por primera vez en sus trescientos dejó de brotar. Ahora sabemos que no lo hará nunca más porque el viejo roble está muerto, o mejor dicho: está asesinado.
Las primeras noticias del arboricidio me llegaron gracias a las redes sociales. Mi buen amigo el Dr. Samuel Sánchez Cepeda, agricultor, naturalista y director del departamento de Didáctica de las Ciencias y las Matemáticas de la Universidad de Extremadura fue el primero en darme la alerta. Tras él, empezaron a llegar las de los amantes de la naturaleza extremeños con los que mantengo contacto: “Algo le han hecho al Roble Grande de Barrado” me decía María Jesús desde Plasencia. Hasta que el pasado martes la edición extremeña de este diario daba a conocer la noticia.
Finalmente han sido dos los árboles monumentales envenenados. El segundo, situado en una finca particular, estaba a punto de ser catalogado también como árbol singular de Extremadura. La “técnica” empleada fue la misma en ambos casos. Quienes quieran que sean los malditos bastardos sabían lo que se hacían. Al hurgar en la tierra hasta dar con las raíces y verter allí el veneno el árbol lo sorbió como alimento y la sabia lo esparció hasta la punta de las ramas resecándolo por dentro.
Desde que se conoció la noticia de su envenenamiento no han dejado de aparecer lamentos en las redes sociales. La gente está indignada. Este país ha dado muestras de unos niveles de brutalidad hacia los animales tan siniestros como tirar una cabra viva desde lo alto de un campanario o pasar a caballo bajo una hilera de gansos para ir arrancándoles la cabeza. De aquellas “tradiciones” todavía perviven algunas, como el famoso toro de la vega (sí sí, así, con minúsculas: como minúsculo es el cerebro de quienes lo perpetran).
En este rincón del diario también venimos denunciando las muestras de odio hacia los animales salvajes: monstruos que cometen el gravísimo delito de echar veneno en el monte para acabar con lo que ellos consideran alimañas o que son capaces de salir de juerga una noche para acabar disparando contra las cigüeñas del pueblo abatiéndolas a todas. Pero lo de éstos arboricidas debo reconocer que me ha superado.
Como me supera que todavía nadie los haya delatado. Este tipo de sujetos de baja estopa suelen aunar a su condición de seres inhumanos la de fanfarrones tabernarios. Es más que probable que hayan lanzado su bravuconada acodados en el bar de la cooperativa o la barra del puticlub. Si es así ¿a que esperamos para denunciarlo?
Hay que dar con ellos. Quien es capaz de cometer un acto tan cruel supone una seria amenaza para la sociedad. Lo que le han hecho al Roble Grande de la Solana y a su compañero de paisaje demuestra que hay monstruos entre nosotros.