La nueva política: ciudades en femenino
La morfología de nuestras ciudades ha cambiado mucho en estos años, devastadas tanto por la corrupción urbanística y la burbuja inmobiliaria como por la privatización del espacio público y la fragmentación social. Nuestras ciudades se han debatido entre un mundo infame de espacios vacíos y la bunkerización de los nuevos ricos en urbanizaciones cerradas y “seguras”. En ese cemento reticular de carreteras en movimiento, rotondas con terribles esculturas, grandes superficies, centros comerciales, y población encapsulada, las grandes constructoras han creado para nosotros un lugar extraño al que podríamos llamar la no-ciudad. Un agujero negro que imposibilita las relaciones urbanas, el diálogo y la gestión ciudadana, y en el que los individuos son fundamentalmente votantes y consumidores (si es que ambos roles pudieran distinguirse en nuestra democracia business) unidos por vínculos líquidos e inestables. En estas (no)ciudades lo que impera es la despersonalización (porque lo que no se vincula, no es, como diría mi buen amigo y poeta Ángel Calle) y los más vulnerables están segregados por barreras y fronteras arquitectónicas, que son también sexistas, clasistas y racistas. Las mujeres, los migrantes, los niños, las personas con discapacidad, los ancianos…que son los que más necesitan de la proximidad y la integración, pelean a diario en un metabolismo urbano inaccesible y depredador.
Hoy, gracias al esfuerzo de muchos, el cambio parece posible. Hoy parece posible transformar esta ciudad para sociópatas en una ciudad para el bien común. La nueva política que representan los frentes municipalistas tiene nombre de ciudad en femenino, y no solo porque son en buena parte las mujeres las que están liderando los cambios, sino porque se apoya, fundamentalmente, en una feminización de las instituciones. La nueva política ha entendido que el futuro pasa por hacer comunidad, por recuperar un relato común y por fortalecer los vínculos; una política con rostro humano que asuma nuestra mutua dependencia. Ahí están los barrios y los distritos empoderados en el programa de Ahora Madrid (esos soviets a los que se refirió una siniestra Esperanza Aguirre, envejeciendo mal). Ahí están también las declaraciones de Carmena o de Colau, hablando de la necesidad de cuidar(nos) desde los Ayuntamientos.
Cuando algunas feministas reivindicamos la feminización de las instituciones nos estamos refiriendo a esto, a ciudades cálidas que se organizan en torno a la interdependencia y el cuidado. Y pensamos que son las mujeres en femenino las que pueden garantizar este giro hacia un espacio relacional, dada su experiencia psicosocial y el aprendizaje moral que de ella han extraído. El rol que las mujeres han venido desempeñando en el ámbito privado, familiar y doméstico, ha hecho que las relaciones interpersonales sean constitutivas de su identidad como mujeres, y les ha ayudado tanto a visibilizar a los más vulnerables como a valorar la importancia de la empatía y los afectos. Hoy Carmena se reivindica “abuela” como Colau se reivindica “madre”, y esta reivindicación es la de un rol social de cuidado que lleva aparejadas habilidades y capacidades especiales y que, por supuesto, va mucho más allá del hecho biológico de la maternidad (la prueba es que Esperanza Aguirre es una abuela como también es madre Dolores de Cospedal).
En fin, la experiencia de una autonomía negada durante siglos y el aislamiento que las mujeres han sufrido en el ámbito privado, invisibilizado y/o inferiorizado, es lo que las ha capacitado, precisamente, para liderar esta nueva radicalidad institucional basada en la preservación de esos bienes comunes y esos vínculos que ellas se han ocupado de producir, reproducir y mantener a lo largo de la historia.
No hace falta aclarar, aunque lo aclaro, que lo interesante aquí es la feminidad y lo femenino, como un hecho diferencial, y que si se habla de mujeres es porque ellas son las que mayoritariamente lo generan y lo viven, pero obviamente también hay mujeres masculinizadas, como varones feminizados que han sabido revisar y releer su masculinidad, y que se han despojado voluntariamente de su violenta virilidad. Estos varones han llegado también a algunos Ayuntamientos apoyados por las diferentes olas y por las mareas que ha generado la Unidad Popular, y son y serán parte activa en este proceso de feminización que tanto necesitamos.
Por supuesto, no avanzaremos en esta dirección sin recuperar espacio público, servicios públicos, y articular genuinas políticas sociales. Hay que revertir los procesos urbanísticos que han fomentado el aislamiento y la exclusión, y dotar de identidad y de sentido al inmenso vacío de la no-ciudad. Hay que revertir los procesos de privatización a los que nos han sometido impunemente en estos años; procesos de desposesión y expropiación por los que no hemos sido ni lejanamente compensados y de los que no se ha librado ni el aire (contaminado hasta el envenenamiento), ni el agua, ni el suelo, ni siquiera las fuentes de energía que nos proporcionan el sol y el viento. Hoy sabemos, por ejemplo, que el megalómano y endeudadísimo Ayuntamiento de Madrid ha entregado 4.000 millones de euros a unas pocas grandes empresas (ACS, FCC, Ferrovial, Sacyr y OHL) para que controlen los servicios públicos, externalizando así, por una década, la gestión de unos bienes comunes que deberían estar en manos de la ciudadanía. El resultado ha sido el encarecimiento y la pérdida de calidad de los servicios municipales (#ascomadrid), un enorme perjuicio para la comunidad, en beneficio del sector empresarial, así como más precariedad entre los trabajadores y un aumento del paro.
Como explica muy bien Imanol Zubero en el último número de la revista Papeles, la ciudad no es solo un espacio físico, ni una aglomeración de individuos, servicios, y aparatos administrativos; la ciudad es, sobre todo, un espacio social y relacional, un imaginario que refleja el modo en el que las personas viven y se reconocen. Las ciudades en femenino que hemos elegido en las urnas pueden representar hoy un imaginario nuevo que gire alrededor de la comunidad, y en el que el miedo al otro y las psicopatías sociales sean sustituidos, por fin, por una identidad común más incluyente y más amable. ¿No creen que merece la pena pelearlo?