¿Qué parte de “No nos representan” no entendieron?
Son ese sector que todo lo quiere, que todo lo sabe, que todo lo impone. El nombre es lo de menos: la casta, el establishment, los establecidos. En todo caso, esa fórmula de estratificación social compuesta de grupos caracterizados por su rigidez e inmovilismo, que tiende a separar y jerarquizar para asentar su pretendida supremacía sobre los demás. Vinculadas, cómo no, al Imperio español y a otros vecinos, las castas –salvo excepciones como en India- fueron sepultadas por la socialización y la democracia. Pero persisten, vaya sí lo hacen. Y en momentos como los que vivimos en España sacan toda su virulencia y malas artes.
La cutrez impenitente de las castas españolas les ha llevado a ensañarse, ahora, con unos titiriteros para que el mundo sepa cómo se las gastan aquí. El Financial Times –que llevó el caso a portada- y otros medios internacionales lo encuentra “desconcertante” y, desde luego, lo relacionan directamente con las gestiones para formar nuevo gobierno. A la casta se le ven las posaderas al aire apenas se dan la vuelta. El intolerable encarcelamiento durante cinco días, la libertad con medidas cautelares desorbitadas, de unos artistas por un espectáculo de marionetas ha vuelto a situar a todos los personajes y mostrarles con su verdadera faz. Y estos sí salen del escenario: tienen en su mano poder, incluso para desgraciar la vida de cualquiera.
Han vivido siempre de espaldas a la gente. Sin mirar, ni querer enterarse ni de sus anhelos y preocupaciones, ni de sus necesidades. Políticos, periodistas, poderes económicos, la casta cerrada de la justicia que castiga con saña hasta a colegas díscolos. Y cuantos emanan de todos ellos, cuantos viven de todos ellos. El descrédito de la política no ha nacido hoy, ni esos intrusos que les soliviantan y todavía les sorprenden llegaron sin razón.
En el dorado 2007 de burbujeantes ladrillazos, el barómetro de abril del CIS contó que casi un 70% de los encuestados creía que “los gobernantes solo piensan en sus intereses” y “no se preocupan de gente como yo”. En diciembre de 2009 aparece la clase política destacada ya como el principal problema para el 16% de los españoles. En mayor de 2010 alcanza a casi el 20%, un quinto de la población. En 2013 sigue subiendo hasta el 31%. La corrupción y el fraude –que en 2011 solo preocupaban al 5,5%- pasa a ser la segunda mayor inquietud de los consultados, con el 44,5%, en 2013. Y hoy ambos conceptos –los políticos y su corrupción- permanecen en altos niveles de contestación ciudadana. Al menos en sus expresiones que no todos reflejan aún en sus votos, pero que ya ha provocado cambios. La situación económica alcanzó, por supuesto, grandes niveles de inquietud, demostrando la estrecha relación entre los gestores, la gestión y la forma de llevarla a cabo.
No fue solo la crisis: no se enteraban de nada. Ni ellos, ni sus voceros. Ni siquiera el periodismo de todos los días, sin contaminar. Y lo cierto es que una parte de la sociedad española bullía. En los blogs, en el periodismo de Internet, se palpaba la angustia, el afán constructivo y los deseos de cambio. En octubre de 2010, ATTAC organizó un acto llamado ContrATTACando en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Con grandes voces informadas. Pues bien, se triplicó el aforo, al punto que tuvo que venir el director del centro a advertir del peligro físico de tan desbordada avalancha humana. Ningún medio cubrió el acto. De ahí nació un germen que se impulsó con Indignaos de Sthepane Hessel y Reacciona, de Sampedro, Mayor Zaragoza, Ignacio Escolar y varios más. Muchos otros movimientos latían con similar espíritu. Pero en las alturas no se oían sus voces.
El 15M también les pilló por sorpresa a los establecidos. Y así siguieron, de susto en susto, hasta que otra política, otras personas, irrumpieron por las urnas en las instituciones. Podemos y las Mareas de confluencia, sí. Y ahí nos encontramos, con un Parlamento sin mayorías que no entiende. Y con la casta, o varias de ellas, queriendo repetir los esquemas rechazados, sumidos en la cólera y la irritación. Siguen sin enterarse de nada.
No consiguen encajar en sus cabezas ni siquiera que se cuestione la forma de hacer seguida hasta ahora. La que por cierto nos ha llevado a una deuda pública de más de un billón de euros (gracias al gran endeudamiento que ha propiciado Rajoy), a un trabajo que la neoliberal CEOE denuncia como uno de los más degradados entre sus miembros o a niveles históricos de desigualdad. La economía mundial, al borde de un nuevo crack demuestra, igualmente, lo mal que funcionan las políticas “de siempre”.
En su zozobra, los establecidos sienten especial aversión por las formas. Cuestionan la manera de vestir, peinarse y comportarse de los que despectivamente llaman “la nueva política”, la de izquierdas claro. Se les caen los ojos de las órbitas al ver coletas en un hombre, niños en una madre, o ropa casual. No, al Congreso hay que ir a trabajar vestido como para una boda, con un corte de pelo típico de los reclutas del antiguo servicio militar, la mili, y cumpliendo todos los cánones de la cortesía más superficial, no confundir con la educación. Vamos, lo que cualquiera se encuentra en el autobús, el metro, los mercados, las tiendas, las obras o las calles a diario. Lugares que todos esos políticos y periodistas no pisan o no ven. La vida tiene poco que ver con los salones en los que ellos residen.
Como damas de alcurnia de un siglo o dos atrás, despellejan a los advenedizos. Llaman arrogancia e insulto a hacer propuestas con el valor de casi tantos votos como el encargado por el Rey de formar gobierno, aunque con menos escaños por la ley electoral. No han cursado la invitación con orla que mandan las reglas de urbanidad. Demasiado tiempo repartiéndose cargos y plantas en los grandes almacenes sin mirar siquiera a los clientes. O en las salas de juntas de las empresas adulando a los jefes. O maquinando para desvalijar el dinero público –que se detrae de nuestras necesidades- y repartir prebendas o presiones para que les vendan el producto los que pasan por ser periodistas. Llevan tanto tiempo en los cenáculos y comederos del poder que ya no conocen la realidad en la que viven la mayoría de los ciudadanos. Aún andan a ver a qué cuñado arrancan una sonrisa con el chiste rancio de la “nueva política”, con el que ellos se reconcomen.
Es cierto que se desarrolla una ceremonia de la normalidad que aparentemente sostiene -con hilos- el tinglado. En ella, el presidente del Gobierno en funciones y de un partido en el que se le desparraman las manzanas podridas de la corrupción, se permite decir que “ya” se ha acabado la historia y tres días más tarde blinda a su Rita Barberá, la alcaldesa de una Valencia corroída, para que siga aforada. Rajoy empezó mintiendo, siguió mintiendo y ahí continúa. Con sus ministros imposibles poniendo velas al ángel del aparcamiento y letreros sucios a los pactos. Y que este PP es tenido en cuenta entre buena parte de los creadores de opinión y la nueva política de derechas.
Y que son de temer los pactos que miran más a la derecha ultraliberal que a la izquierda. Y los posibles incumplimientos de promesas inaplazables como la derogación de la Ley Mordaza, propia de Estados autoritarios,y ambigüedades que tocan materias altamente sensibles como la ley de Educación y la Reforma Laboral. Y que no se puede ser al mismo tiempo día y noche, salvo en el breve tránsito –amanecer y puesta de sol- que conduce a uno de los dos estados. Y de momento, la dirección está muy marcada.
Y, sí, todavía hay personas que se dejan atemorizar por la descarnada campaña de descrédito contra la izquierda y la alarma social que, deliberadamente, crean con ella. Es de tal calibre que ya no se le puede llamar política, no es política, es la defensa marrullera de intereses muy concretos que no son los de la gente corriente. Y hay adeptos capaces de votar corrupto, sí, con una venda en la nariz y una pinza en los ojos. Pero todos ellos se encuentran en franco retroceso, como vienen avisando desde hace ya años. Son cada vez más los ciudadanos hartos hasta la médula de la política sucia cuyas consecuencias pagan. Ven las maniobras de los cuervos oteando sus presas para repartirse el botín, para continuar repartiéndose el botín. Lo saben. No consiguen comprender que son modelos escasamente ejemplarizantes y muy pocos ya quieren parecerse a ellos. Y que por más que aprieten el mismo tornillo no los apreciarán más. Puede que a muchos ni siquiera les importe, pero tiene consecuencias. Ya las han visto.
Pueden ser mayores y para todos. Desencantar de la política a los que habían empezado a ilusionarse, defraudarles otra vez, no será inocuo. Mal vamos, porque hay algo que llama poderosamente la atención desde el punto de partida: ¿Qué parte del “No nos representan” no entendieron?