¿Le pasa algo a la Universidad española?
La pregunta es retórica. Obviamente, a la Universidad española le pasan cosas, y muchas merecen atención. La Universidad española adolece de múltiples problemas. Se ha hecho habitual señalar que los más importantes derivan de sus estructuras de gobernanza, que conducen al clientelismo y la endogamia. No seremos nosotros, que alguna vez hemos padecido en carne propia las consecuencias de esas prácticas, quienes quitemos razón a los que lo argumentan.
Pero en el mapa de problemas del sistema universitario español hay muchos otros sobre los que posar la mirada. Hay analistas que apuntan a la falta de recursos para investigar, o para enseñar (grupos-aula demasiado grandes para ofrecer atención personalizada, ausencia de profesores asistentes). Otros observadores destacan la falta de incentivos. La Universidad no atrae talento, claman en algunas banderías. O lo expulsa. O lo quema, asfixiado por la carga de trabajo burocrático. Están los que destacan los graves problemas de dualización laboral de las plantillas, fragmentadas entre profesores estables y bien pagados y otros con carreras laborales precarias. También están los que creen que el problema es la desconexión entre las enseñanzas que los estudiantes reciben en la universidad y las demandas del mercado de trabajo.
Elijan el relato que quieran, o varios y combínenlos. Elíjanlos todos si quieren, recorten las puntas, salpimenten con anécdotas. Seguro que la radiografía resultante merecerá ser atendida. La Universidad está aquejada de muchos problemas, y son muchas las posibilidades de poner el foco selectivamente en los que más nos perturben o encajen en nuestras premisas ideológicas.
Al ser tantos y tan diversos son en buena medida insolubles de una tacada con reformas, por muy buena intención que tengan los reformadores. Las instituciones siguen inercias, se mueven dentro de la senda, y no se dejan cambiar radicalmente de un día para otro. Los grandes proyectos de transformación son generalmente inviables o provocan efectos colaterales no previstos. Sigamos avanzando incrementalmente.
Pero si hay un problema que a nuestro juicio es secundario es que no tengamos universidades entre las 200 mejores del mundo según el Academic Ranking of World Universities, habitualmente conocido como ranking de Shanghai. No tenerlas significa no incorporar ninguna al selecto club del 2% de mejores universidades en un ranking mundial de aproximadamente 12.000 universidades. Lo consiguió la Universidad de Barcelona en varias ediciones (2014-2016). Ahora la tenemos situada entre el puesto 200 y 500, junto a diez universidades españolas más. No tenerla esta vez entre las 200 primeras no habla peor de nuestro sistema universitario. Simplemente constata, una vez más, que la excelencia mundial quizás no es la mayor virtud del sistema, lo que no resta valor a otros méritos importantes.
Lo que parece escandalizar sobremanera a algunos es perfectamente explicable. No figuramos en posiciones más selectas en casi ningún ranking sobre asuntos sociales o relativos a la administración pública. Seguramente les vendrán a la cabeza los buenos rendimientos de nuestro sistema sanitario, ampliamente reconocidos. Pues bien, tenemos razones para pensar que es muy bueno, pero según un ranking del CSIC que utiliza metodología parecida al ranking de Shanghai tenemos solo dos hospitales entre los 200 mejores del mundo, situados en el puesto 169 y 194. Algo mejor que las universidades, pero en el fondo las diferencias parecen bastante pequeñas.
Es importante señalar algunas limitaciones de este ranking que nos pueden ayudar a templar los ánimos sobre la posición de las universidades españolas. Primero de todo, el ranking evalúa resultados de investigación. La dimensión docente, objetivo central de las universidades, queda fuera. En otras palabras, este ranking apenas ofrece información sobre dónde estudiar una carrera. Segundo, el ranking se centra en especializaciones de ciencia y apenas atiende a los resultados investigadores de campos como las humanidades. La mayor parte de las universidades españolas son generalistas, esto es, ofrecen docencia y tienen profesorado que apenas puede aportar en los indicadores contemplados. Tercero, el ranking se construye con indicadores de ‘excelencia extrema’, como artículos en Science o Nature y premios Nobel. Llevado al mundo de los deportes, sería como hacer campeón de liga de baloncesto al equipo que más canastas desde más de diez metros ha sido capaz de encestar.
El ranking de Shanghai está copado por universidades anglosajonas. Muchas de ellas son universidades privadas, que cuentan con un volumen desorbitado de recursos en comparación con los que manejan las universidades españolas. Como recordaba hace unos años en un artículo de referencia obligada el ex rector de la Universidad Carlos III, Daniel Peña, el ranking lo encabezan universidades de élite norteamericanas (Harvard, Princeton, MIT), que tienen presupuestos de aproximadamente 150.000 euros por estudiante y año. Le siguen las universidades europeas que más invierten, Oxford y Cambridge (50.000), y un elenco de otras universidades que destinan muchos más recursos que la universidad española, cuyo presupuesto se sitúa en torno a 6.500 euros como promedio por estudiante y año. En los últimos años, con la crisis y las políticas de austeridad, los recursos han tendido a disminuir, y por regla general las universidades mantienen dignamente su posición en el ranking.
Los abultados presupuestos de que disponen las universidades anglosajonas y algunas de otros países les permiten realizar grandes inversiones en investigación (lo que se traduce en publicaciones que contabilizan como puntuaciones en componentes centrales del ranking), fichar a los mejores docentes e investigadores y atraer a estudiantes de todo el mundo que están en condiciones de sufragar sus costosas matrículas (o encuentran patrocinadores que lo hagan). Recordemos que, sin ir más lejos, tenemos instituciones financieras españolas que sufragan la educación de estudiantes españoles en esas universidades a través de becas de excelencia, contribuyendo con ello a ofrecer oportunidades formativas a esos estudiantes brillantes, pero también a inyectar recursos en esos centros educativos que refuerzan sus ventajas comparativas. Nada que objetar, pero es así. Las universidades de élite se benefician claramente del llamado efecto Mateo: el que más tiene más recibe, y al más pobre se le priva de los pocos recursos que tenía.
Nuestro modelo de desarrollo universitario es la materialización de una política de descentralización del país en la que se consagró lo que llamamos despectiva (y probablemente de manera injusta) “café para todos”. Las dinámicas a las que conduce este proceso tienen desventajas. Todas las CCAA, e incluso todas las provincias y ciudades medias con alguna ínfula de grandeza, han aspirado a que sus jóvenes dispusieran una universidad o campus “a mano”, con multiplicidad de titulaciones, lo que seguramente ha dispersado recursos, ha provocado un posible exceso de oferta y dificultades para responder a estándares de excelencia en todos los lados.
Pero también hay que reconocer que prácticamente todas las CCAA se han esforzado en ofrecer enseñanza más que aceptable en alguna de sus instituciones universitarias. Esto se traduce en una distribución bastante homogénea de buenas universidades por el territorio, lo que garantiza el acceso de segmentos amplios de la juventud al sistema, con efectos seguramente positivos sobre la equidad.
Los análisis cuantitativos no truncados en la cúspide –es decir, que no se limitan a comentar posiciones en el ranking de 200 mejores universidades– revelan rápidamente que el sistema universitario español sale bien parado cuando ampliamos la foto. Como señala el profesor Julio del Corral, España cuenta con 11 universidades en el Top-500 y con 26 universidades (todas públicas) en el Top-800. Es decir, una buena porción de nuestras universidades se encuentran en la fracción del 7% con puntuaciones más altas.
España se sitúa en novena posición en cuanto a número de universidades incluidas en el Top-800, cifra similar a países como Francia, Canadá, Corea del Sur y Australia, todos ellos con renta per cápita superior a la española. Desde este punto de vista, la eficiencia del sistema se sitúa entre las más elevadas del mundo. Es algo que constatan también otros trabajos. España es un país con una amplia oferta de buenas universidades, algo de lo que no pueden presumir precisamente algunos de los países que se cuelan en el Top-200 de Shanghai.
Por otra parte, las informaciones que se ofrecen habitualmente sobre el ranking descuidan que tenemos universidades excelentes en todos los campos de especialización. La Universidad de Granada se sitúa en la posición 45 en ingeniería, tecnología y ciencias de la computación. La Universidad Autónoma de Barcelona, la Universidad de Barcelona y la Universidad de Valencia se encuentran entre las 200 primeras en Ciencias biológicas y agricultura. La Universidad de Barcelona, la Autónoma de Barcelona y la Complutense de Madrid entran entre las 200 mejores en Ciencias médicas y farmacia. La Universidad Pompeu Fabra aparece entre las 100 mejores en Ciencias Sociales. Es decir, la agregación en un ranking sintético invisibiliza la excelencia del sistema, que existe y ofrece a nuestros estudiantes más brillantes posibilidades de formarse en grados y posgrados de centros de primer nivel investigador.
Los rankings –éste y otros– son instrumentos de conocimiento útiles. Pueden ayudar a identificar defectos y alumbrar tendencias, y de este modo orientar nuestras prioridades políticas. Pero suelen también contaminar el debate público de juicios precipitados sobre una realidad que generalmente tiene muchos pliegues. Haríamos flaco favor a nuestras políticas públicas si las diseñáramos a golpe de las “evidencias” que muestra un ranking, olvidando todo aquello que oculta.