Cuándo perdimos la perspectiva
Recorriendo las salas del Museo Arqueológico de Nápoles la sorpresa aparece cuando vemos los frescos rescatados en Pompeya y Herculano. Como el resto del arte del periodo romano están inspirados en la Antigua Grecia y tanto las formas como la perspectiva son respetados a rajatabla, lo cual le infiere una fuerte carga de realismo. Los frescos, al igual que las esculturas, proceden tanto del ámbito público como del privado y a este último pertenecen las obras agrupadas en el llamado Gabinete Secreto, donde se acumulan objetos y pinturas con una alta carga erótica y solo se abandona el relevamiento escrupuloso de lo real en la representación de unos falos colosales, desproporcionados, incluso alados, que ponen de manifiesto la lectura de la sexualidad en el Imperio. Falos aparte, lo que el observador se pregunta es sobre la pérdida de perspectiva posterior. La Edad Media abandona la perspectiva decididamente y el espacio se organiza de un manera distinta, se pierde la profundidad: desaparece el punto de fuga. Las proporciones también se esfuman y las formas del cuerpo se tornan torpes, irreales. Lo importante es lo que no se ve, el intento de representar lo invisible: la búsqueda de Dios y la mística que trae consigo desmoronan lo real.
Es curioso ver cómo las sensuales formas de una pareja haciendo el amor en una clásica y explícita escena pompeyana se desvanecerá siglos después, separando los cuerpos –habrá que esperar al Giotto en el Quattrocento para que la Virgen María y su marido se besen: es el primer beso de la Edad Media– y tornando a la figura humana de una morfología caprichosa con cabezas reducidas y cuerpos hinchados como el tronco de un olmo o delgados como las seis en punto.
Este salto estético de lo real a lo irreal, la pérdida absoluta de perspectiva genera el mismo hiato que hay entre el Estado de bienestar y la nada en la que nos hemos instalados. Peor aún: una representación de la realidad que se antoja absurda e irreconocible. La aparición del presidente español en un plasma en lugar de comparecer físicamente o la afirmación ajena a toda lógica de que la central de Fukushima está bajo control y horas después se produce una fuga, lleva a pensar la realidad reciente, de apenas unos pocos años atrás, como un modo de entender el mundo en términos clásicos como lo hacía la cultura griega y romana y que, de repente, hemos caído en la oscuridad más profunda de la Edad Media.
Pero esta semana, el informe presentado por el Consejo Económico de la Competitividad (CEC) da cuenta de una total y absoluta pérdida del sentido. Según el documento, estamos ante una recuperación económica y lo explica en términos que rozan la euforia, ya que sus previsiones superan a las del Gobierno para 2014. Estos resultados se asientan en una mejoría de las exportaciones. Hasta aquí todo parece medianamente sensato y coherente –realista, si se quiere– pero el soporte, la razón pura del incremento de las exportaciones, es posible gracias al subempleo o sobrecualificación. ¿A qué se refiere? Pues a que un trabajador realice labores que no se corresponden con el salario que cobra. O sea: la fuerza de trabajo aporta un valor añadido muy alto a la empresa pero cobra muy poco por esa labor. Esto, presentado como un gran logro, “es lo que ha disparado la productividad de nuestra economía, que a su vez ha disparado las exportaciones, la vía a través de la cual se creará el círculo virtuoso que nos sacará de la crisis”. Textual.
¿Alguien se imagina a los empresarios realizar declaraciones similares hace cuatro años atrás? No solo era de una incorrección política extrema sino que ni se valoraba en sus foros una posibilidad de alcanzar un horizonte así. Ni siquiera el presidente del Gobierno lo exponía en su programa electoral: hablaba de producción, crecimiento, creación de empleo, garantía de todos los derechos y fortalecimiento de la salud y la enseñanza pública. Paradojicamente atribuye a la realidad el olvido de aquel programa. La realidad se impone, asegura, cuando lo que está haciendo es mostrarnos una realidad sin perspectiva, que como la que representaba el Giotto carece de punto de fuga y el espacio que propone está muy lejos de parecerse al sitio donde pretendemos vivir. Nada que ver con la realidad.
Como en Pompeya y Herculano, pareciera que la lava de un volcán en erupción nos ha cubierto enterrando una manera de vivir que es imposible volver a reproducir.
En la película Te querré siempre (Viaggio in Italia) de Roberto Rossellini, la pareja protagonista, Ingrid Bergman y George Sanders, que ve derrumbarse su relación, están ante una excavación en Pompeya. De repente, los arqueólogos hallan a un hombre y a una mujer abrazados, formando un solo cuerpo unido por el amor y el espanto ante ese final. Ingrid Bergman no resiste la imagen y huye dolida sollozando. Su marido, también conmovido, va detrás de ella.
A este paso, un brote emocional similar nos turbará cuando nos enfrentemos a las imágenes de un pasado que parece perdido: un trabajo decente, una cobertura social mínima, una buena educación pública, en fin, una vida digna.