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No son presos políticos, pero lo parecen

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Javier Pérez Royo

En España no es que no haya presos políticos, sino que no puede haberlos. Presos políticos y democracia son términos incompatibles. Y no creo que pueda existir la más mínima duda de que España es un Estado democrático. Así se reconoce de manera generalizada. Más todavía: no ocupa un mal lugar en los rankings de los países democráticos confeccionados por los centros y organismos internacionales más reputados en este terreno.

Ahora bien, el hecho de que un Estado esté democráticamente constituido no quiere decir que todos sus actos tengan que ser aceptados como actos propios de una democracia. Pueden producirse en la actuación del Estado desviaciones respecto de lo que sería la norma de la democracia.

En mi opinión, esto es lo que está ocurriendo con carácter general en la forma en que el Gobierno de la Nación está haciendo frente al problema de la integración de Catalunya en España y lo que está ocurriendo en particular con la forma en que están reaccionando la Fiscalía General del Estado y la Audiencia Nacional.

El Gobierno presidido por Mariano Rajoy está actuando contra el nacionalismo catalán de la misma manera que lo hizo contra el nacionalismo abertzale vasco hasta la disolución de Batasuna. No estamos ante un problema de naturaleza política, sino ante un problema exclusivamente jurídico que tiene que ser resuelto mediante la aplicación de la ley, es decir, mediante la actuación de la Fiscalía y los Tribunales con el concurso de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado.

En el caso del nacionalismo abertzale la idoneidad de la respuesta era indiscutible, ya que la violencia de ETA convertía la propuesta en un desafío inaceptable. De ahí que, incluso cuando el nacionalismo se expresó de forma jurídica a través de la reforma del Estatuto de Gernika, que es lo que jurídicamente representaba el llamado Plan Ibarretxe, el rechazo de plano del mismo por el Congreso de los Diputados estuviera justificado, en la medida en que la reforma había sido aprobada con los votos de Batasuna y estaba, en consecuencia, contaminada. Mientras ETA estuviera activa, no se podía entrar a discutir siquiera ninguna propuesta que viniera del País Vasco.

El caso del nacionalismo catalán es completamente distinto. Tramitó la Reforma del Estatuto de Autonomía respetando escrupulosamente el Estatuto de Autonomía y la Constitución, aprobándolo por una mayoría del 90 % en el Parlament y pactándolo después con el Congreso de los Diputados, pacto que sería aprobado por las Cortes Generales, sometido a referéndum y ratificado de nuevo por las Cortes con el sello de Ley Orgánica. El nacionalismo pretendió ejercer el derecho a la autonomía dentro de la Constitución.

Fue el PP con su recurso de inconstitucionalidad y la STC 31/2010 los que echaron al nacionalismo catalán de la Constitución. Y desde entonces el nacionalismo catalán ha estado buscando una nueva fórmula para relacionarse con el Estado. Está pidiendo la celebración de un referéndum cuyo resultado no pueda ser anulado por el Tribunal Constitucional para definir la inserción de Catalunya en el Estado. Un referéndum que esté en el punto de partida, porque al referéndum en el punto de llegada que era la fórmula de la Constitución ya se sabe el respeto que le tienen el PP y el Tribunal Constitucional.

Lo viene haciendo de manera pacífica, habiendo solicitado a través del Parlament la negociación tanto con el Gobierno, Resolució 17/X aprobada por el Parlament el 13 de marzo de 2013 “sobre la iniciación de un diálogo con el Gobierno del Estado para ver si es posible la celebración de una consulta sobre el futuro de Catalunya”, como con el Congreso de los Diputados, Resolució de 16 de enero de 2014, solicitando al Congreso de los Diputados la cesión de la competencia para la organización de la consulta, solicitudes sobre las que ni el Gobierno ni el Congreso aceptaron siquiera entrar a discutirlas.

Completamente pacífica ha sido también la movilización ciudadana para reivindicar una nueva forma de relación de Catalunya con el Estado. No ha habido ni un solo acto de violencia en el sentido penal del término, esto es, como violencia “sobre las personas” que pueda imputársele al nacionalismo. No se puede decir lo mismo de los actos del Estado respecto de la movilización nacionalista.

En este contexto de negación de la naturaleza política del problema y de su consideración desde una perspectiva exclusivamente jurídica, inicialmente constitucional y posteriormente penal, es en el que hay que encuadrar la actuación de la Fiscalía General del Estado y de la Audiencia Nacional respecto de las conductas de los presidentes de la ANC y de Òmnium el 21 de septiembre y respecto de las conductas de los miembros del Govern y de la Mesa del Parlament tras el 1-O.

No hay nada en estas conductas que permita encajarlas dentro de los tipos penales de la rebelión o la sedición y no hay ni un solo precepto en nuestro ordenamiento que permita atribuir el conocimiento de dichas conductas a la Audiencia Nacional. Esto es lo que resulta injustificable en las querellas del Fiscal General del Estado.

Si a eso añadimos el atajo jurídicamente injustificado a través del cual la Jueza Lamela argumentó su competencia para entender de la conducta de los miembros del Govern, su escaso respeto por no decir desconocimiento palmario de su derecho a la defensa y la adopción de las medidas cautelares más extremas sin la justificación jurídica exigible, la conclusión que se impone no deja en muy buen lugar al Estado democrático español.

El Estado español es un Estado democrático, pero su actuación en estos casos no son las de una democracia digna de tal nombre. La desviación respecto del estándar democrático es más que notable.

La secuencia de un Presidente del Gobierno que aplica el artículo 155 CE, suspendiendo al Govern y privando del fuero jurisdiccional a los miembros del mismo, seguida inmediatamente de la presentación de una querella por el Fiscal General del Estado por un delito imposible, ante un órgano judicial que carece de competencia como es la Audiencia Nacional y cuya Jueza de Instrucción asume la instrucción de manera injustificada y decidiendo la medida cautelar más extrema casi sin fundamentación, no es la secuencia de la administración de justicia, sino de algo muy distinto.

Ni los presidentes de la ANC y OMNIUM ni los miembros del Govern deberían estar en prisión. Ello no los convierte en presos políticos. Los que fueron presos políticos bajo el régimen de Franco lo han subrayado con mucha razón. Pero no permite calificar como democrática la actuación del Estado.

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