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Los productores de hambre

Campo de maíz en Petrolina, en el estado brasileño de Pernambuco. Monsanto inaugura una unidad de biotecnología en el nordeste de Brasil. / Efe

Marie-Monique Robin

“¡Deme pan! ¡Tome el dinero! ¡Deme pan!” Esta insoportable escena transcurre en abril de 2008 en una panadería en el centro de El Cairo (Egipto). El cámara filma desde el interior de la tienda, que está protegida de la calle por una hilera de sólidos barrotes de seguridad. Decenas de mujeres vestidas con chador negro y de niños se apiñan en torno a los barrotes, y tienden desesperadamente las manos implorando al panadero que les venda una aiche (torta de pan). Fuera hay un bullicio espantoso entrecortado de gritos, lloros e insultos. Así es como murió Amal, de 43 años, durante un tumulto ante una panadería.

La crisis alimentaria de 2008 y el negocio del hambre

Un año después de la crisis de la tortilla en México, en la primavera de 2008, estallaron en 37 países de Asia y África varias revueltas del hambre. En Túnez, Camerún, Costa de Marfil o Senegal la policía antidisturbios reprimió violentamente las manifestaciones a golpe de gases lacrimógenos y de porras eléctricas. Si de la noche a la mañana 75 millones de personas cayeron en la pobreza extrema y el hambre, es porque en el mercado internacional se disparó el precio de las materias primas agrícolas, como el trigo, el maíz o el arroz, los cuales “representan, ellos solos, casi dos terceras partes de la alimentación mundial”. Según la FAO, “el índice de los precios de los productos alimentarios pasó de 139 a 219 entre febrero de 2007 y febrero de 2008. Los mayores aumentos fueron los de los cereales (índice 152 a 281) y los productos lácteos (índice 176 a 278)”. El precio del trigo llegó a “los 400 dólares la tonelada en abril de 2008, dos veces más que el año anterior, mientras unos años antes había rondado los 50 dólares por tonelada”, como señala Sylvie Brunel en su libro Nourrir le monde, vaincre la faim. Por lo que se refiere al precio del arroz, llegó a su nivel más alto en diez años, como en Bangkok, donde pasó de 250 a 1.000 dólares por tonelada.

“Varios factores son el origen del aumento de los precios de los productos alimentarios de base en 2008 —explica Jean Ziegler, que al inicio de la crisis ocupaba el puesto de Olivier de Schutter—: el aumento de la demanda global de biocarburantes, la sequía y, por consiguiente, las malas cosechas en algunas regiones, el nivel más bajo de las reservas mundiales de cereales en treinta años, el aumento de la demanda de carne y, por lo tanto, de cereales por parte de los países emergentes, el elevado precio del petróleo y, sobre todo, la especulación.” En efecto, “después de la implosión de los mercados financieros, causada por ellos mismos”, aquellos a los que Jean Ziegler denomina los “tiburones tigres”, a saber, los Hedge Funds (fondos de inversión), “migraron a los mercados de materias primas, sobre todo a los mercados agroalimentarios”. “Los fondos especulativos se introdujeron en los mercados agrícolas, lo que provocó un aumento de la volatilidad”, confirma en Le Monde Laetitia Clavreul, la cual precisa: “Desde 2004 los fondos especulativos empezaron a interesarse por este sector considerado infravalorado, lo que explica el desarrollo de los mercados a plazo. En París la cantidad de contratos sobre el trigo pasó de 210.000 a 970.000 entre 2005 y 2007”. Y Jean Ziegler insiste citando un informe de la FAO: “Solo un 2% de los contratos a plazo (futures en inglés) concluyen efectivamente en la entrega de una mercancía. Los especuladores revenden el 98% restante antes de la fecha de expiración”.

“Especulación pura” perfectamente asumida por los corredores de la Bolsa de materias primas de Chicago, de creer un artículo de la revista Der Spiegel titulado “El negocio del hambre”. Mis colegas entrevistan a un tal Alan Knuckman, un “experto en materias primas” de 42 años que transpira (en sentido propio y figurado) entusiasmo: “Es capitalismo en estado puro —se emociona—, aquí es donde se hacen los millonarios. Creo en el mercado porque siempre tiene razón. Ha pasado la época de los alimentos baratos. Para los estadounidenses es algo bueno: de todos modos, la mayoría de ellos come demasiado”. Y mis colegas alemanes ponen de relieve: “Para sus compatriotas, que consagran un 13% de su presupuesto a la alimentación, la subida de los precios supone, como mucho, una contrariedad. Pero puede ser fatal para los pobres del mundo que tienen que gastar un 70% de sus magros ingresos para alimentarse”. Mientras tanto, constata Der Spiegel, la “metamorfosis del mercado de los productos alimentarios en un mercado financiero” representa una oportunidad para “actores como Goldman Sachs: en 2009 la especulación con las materias primas reportó 5.000 millones de dólares al banco de inversión estadounidense, esto es, una tercera parte de sus beneficios netos”.

Por supuesto, esta célebre institución estadounidense, cuyo funesto papel en la crisis de las subprimes es conocido, no es el único “productor de hambre” (utilizo el término acuñado por mi colega Doan Bui) que se forra a costa del mercado del hambre. También están todos los gigantes de la agroindustria que, “desde las semillas a los abonos, desde el almacenamiento a la transformación hasta la distribución final [...] llevan la batuta para millones de campesinos de nuestro planeta, ya sean agricultores en Beauce o pequeños granjeros en el Punyab”, y que hoy “controlan la alimentación en el mundo”. Así es como “en el curso del último semestre de 2007, en el peor momento de la crisis alimentaria, ADM, Monsanto y Cargill vieron aumentar sus beneficios respectivamente un 42, un 45 y un 86 %, mientras que Mozaic Fertiliser, filial de Cargill, registraba un volumen de negocios en alza ¡de más de un 1.200 %! Por lo que se refiere a las recetas de los dos gigantes de la industria agroalimentaria y de la gran distribución, Nestlé y Tisco, conocieron un salto del 8 y del 10 % en el curso del primer semestre de 2008”, señala el sociólogo e historiador belga Laurent Delcourt.

Ya he mencionado a Cargill (véase supra, capítulo 10), una pequeña empresa familiar creada en 1865 que empezó explotando un silo de cereales para convertirse en “la mayor empresa privada de Estados Unidos”, el mayor negociante de granos del mundo (maíz, trigo, soja) y en uno de los líderes del mercado de abonos (Mozaic), de semillas, de café, de cacao, de azúcar, de aves de corral o de carne de vaca. Como advierte la organización Food&Water Watch, autora de un informe muy severo sobre la multinacional, “Cargill vende a los agricultores los insumos que estos necesitan, como los abonos o el forraje, y les compra sus producciones, como las cosechas o el ganado, para comercializarlas y transformarlas. [...] Durante la recesión económica de 2008 la empresa obtuvo unos beneficios récord en detrimento de los consumidores, de los campesinos y del medio ambiente”. Efectivamente, según los resultados publicados por la multinacional, en 2008 acumuló un beneficio neto de 3.600 millones de dólares sobre un volumen de negocios de 120.000 millones. Mientras que 75 millones de personas habían caído en la pobreza y el hambre, entre ellas muchos mexicanos, el presidente y director general Greg Page explicaba con un autocomplaciente cinismo: “Cargill tenía la oportunidad de ganar dinero en este contexto y creo que tenemos que ser francos al respecto”.

Muy activa en los mercados a corto plazo gracias a su filial financiera, Cargill controla toda la cadena alimentaria de un extremo al otro del planeta, tal como se vanagloria de ello Jim Prokopanko, uno de sus altos ejecutivos estadounidenses: “Prácticamente esto ocurre de la siguiente manera: Cargill produce abonos fosforados en Tampa, Florida. Esparcimos estos abonos en nuestros cultivos de soja en Estados Unidos y en Argentina. Transformamos los granos en harina y aceite. Nuestros barcos transportan esta harina a Tailandia para alimentar a las aves de corral que abatimos, embalamos y enviamos a los supermercados de Japón y Europa”.

Incapaces de organizarse para acabar con la actividad criminal de los “productores de hambre”, los dirigentes internacionales asistieron con una pasividad exasperante a la repetición tres años después del escenario de 2008. En febrero de 2011 los expertos del Banco Mundial (que, como veremos, ha contribuido enormemente al establecimiento del actual sistema agroalimentario) dieron la señal de alarma: “Los precios globales de los alimentos siguen subiendo —advertían en su boletín Food Price Watch—. El índice de los precios alimentarios del Banco Mundial subió un 15% entre octubre de 2010 y enero de 2011, y está justo un 3% por debajo del pico de 2008. [...] Según nuestras estimaciones, desde junio de 2010 unos 40 millones de personas más han debido de caer en la pobreza en los países con ingresos débiles y medios”.

El orden alimentario de las multinacionales

“¿Qué tipo de civilización es esta que no ha encontrado nada mejor que el juego (la anticipación especulativa) para fijar el precio del pan de los seres humanos y de su bol de arroz?”, se pregunta Philippe Chalmin en su libro Le Monde a faim. Sin embargo, no se puede sospechar que este especialista en el mercado de las materias primas, que pidió el voto para Nicolas Sarkozy en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales francesas de 2012, sea un altermundialista primario. Su pregunta es reveladora de la inquietud que se ha apoderado del círculo de los economistas liberales (incluidos los “neoclásicos”, como Philippe Chalmin), muy influyentes en las esferas dirigentes nacionales e internacionales y que, como el doctor Frankenstein, descubre con horror el monstruo que ellos han contribuido a crear. ¿Hay necesidad de recordar que la “civilización” de la que habla Philippe Chalmin no ha caído del cielo, y que es el resultado de un sistema económico establecido por unos cuantos poderosos que están explotando al mundo con el único objetivo de satisfacer su sed de beneficios? Y es que, como repite una cantidad cada vez mayor de expertos, la crisis alimentaria no es una fatalidad, sino la expresión de disfunciones fundamentales que actualmente están gangrenando la gobernanza del planeta. Por consiguiente, quien dice “disfunciones”, dice “soluciones”, pero a condición de que los políticos acepten ponerse manos a la obra. Esto es lo que, en esencia, me explicó Éric Holt-Giménez, director del Instituto de Políticas Alimentarias y del Desarrollo, un organismo de investigación establecido en Oakland (California), más conocido con el nombre de “Food First”. Doctor en ciencias medioambientales, este estadounidense muy comprometido vivió una veintena de años en América Central, donde participó en la creación del movimiento Campesino a Campesino (véase supra, capítulo 9). Cuando lo conocí el 18 de octubre de 2011, acababa de publicar un libro colectivo sobre las “estrategias para transformar el sistema alimentario”en el que colaboraron Olivier de Schutter y Hans Herren, que había dirigido la publicación del informe de la IAASTD.

—¿Cómo explica usted la crisis alimentaria de 2007-2008? —le pregunté.

—De entrada hay que entender bien que la crisis alimentaria no tenía nada que ver con una escasez de alimentos —me respondió Éric Holt-Giménez—. En 2008 y después de nuevo en 2010-2011, la crisis alimentaria mundial se debió exclusivamente a una inflación del precio de los alimentos. En aquel momento teníamos una vez y media el alimento necesario para cada hombre, mujer y niño del planeta, pero el precio de los alimentos era tan alto que las poblaciones de los países pobres carecían de los medios para comprarlos. La causa principal de la crisis alimentaria es que vivimos bajo el yugo de lo que denomino el “orden alimentario de las multinacionales” [food corporate regime]. Estas empresas, como Monsanto, Syngenta, ADM o Cargill, nos imponen un sistema alimentario globalizado que es extremadamente vulnerable a los choques medioambientales y económicos. Si se mantiene este sistema es porque procura enormes beneficios: si caen los precios, ellas ganan dinero; si los precios suben, también ganan dinero. Históricamente hemos tenido tres órdenes alimentarios. El primero era el orden colonial, que explotaba los alimentos y los recursos baratos del Sur para financiar la industrialización del Norte. A continuación, tras la Segunda Guerra Mundial, el flujo se invirtió y los excedentes de alimentos y de granos del Norte se vertieron en el Sur, con lo que estos países se volvieron dependientes para la mayor parte de su alimentación. Ahora estamos en la era del orden alimentario de las multinacionales, que a partir de ahora controlan toda la cadena alimentaria.

—¿Cómo se puede transformar este orden alimentario?

—Sabemos exactamente lo que hay que hacer para cambiar este mortífero sistema. Hay que tomar tanto medidas políticas como medidas prácticas. En el lado político, hay que frenar el monopolio de las grandes multinacionales que controlan actualmente el orden alimentario, ya que es la única manera de detener la volatilidad del precio de los alimentos. Para ello hay que impedir que Wall Street y las bolsas financieras especulen con nuestros alimentos, hay que constituir reservas de granos que estén bajo el control de la comunidad internacional, hay que autorizar a los países a proteger a sus campesinos sacando a la agricultura del campo de acción de la OMC, la Organización Mundial del Comercio. Y hay que suprimir las subvenciones agrícolas tal como se practican en el marco de la Farm Bill en Estados Unidos o de la Política Agrícola Común en Europa, porque distorsionan completamente la producción alimentaria mundial. Pero por el momento no se ha establecido ninguna de estas medidas, que caen por su propio peso si verdaderamente se quiere acabar con el hambre, porque desgraciadamente los gobiernos, sobre todo los del Norte, también tienen interés en que se mantenga este orden alimentario de las multinacionales. En el lado práctico, hay que romper con el modelo de producción alimentaria que nos ha dado el orden alimentario de las multinacionales y que es extremadamente dependiente de las energías fósiles, ya que no debemos olvidar que las empresas que venden los pesticidas y los abonos químicos son también las que controlan el comercio mundial de alimentos. Hay que promover la agroecología para que los campesinos y las comunidades rurales puedan controlar su producción alimentaria y escapar de las garras de Monsanto, Cargill y compañía. En otras palabras, necesitamos unas leyes y marcos reglamentarios que promuevan la soberanía alimentaria basada en una democratización de toda la cadena, lo cual va completamente en contra de las políticas impuestas desde hace décadas por el FMI (Fondo Monetario Internacional) y el Banco Mundial.

Los dictados del FMI y del Banco Mundial

Las “políticas” de las que habla Éric Holt-Giménez tienen un nombre: “programa de ajuste estructural”. Hoy en día resulta difícil entrevistar a un “experto” que haya promovido lo que la sensatez popular llama las “curas de austeridad”. Es un momento de perfil bajo para los “ajustadores” del FMI y del Banco Mundial. Desde las revueltas del hambre y la crisis alimentaria galopante ya no se encuentra a nadie para justificar unas políticas que han sumido en la miseria y empujado a millones de pequeños campesinos a los barrios de chabolas de las ciudades. Por mi parte, traté de entrevistarme con Jeffrey Sachs, el economista estadounidense que tuvo el privilegio de figurar dos veces (en 2004 y 2005) en la clasificación de las personalidades más influyentes del mundo publicada por Time Magazine, ¡pero nunca fijó una hora para la cita que teníamos en Nueva York el 26 de octubre de 2011! Como este economista había llevado a cabo unas “terapias de choque” (término que aborrece) en varios países de América Latina y Europa del este, y había oficiado como consultor ante varios gobiernos africanos, yo esperaba que me hiciera un balance de las políticas de ajuste estructural llevadas a cabo por el Banco Mundial y el FMI, dos instituciones que conoce bien, y de sus consecuencias sobre la agricultura y la producción alimentaria.

Como no me puedo referir a sus expertas opiniones, volveré a citar a Olivier de Schutter, el cual tiene una visión muy severa de los famosos “programas de ajuste estructural” que considera que han llevado directamente a las crisis alimentarias de 2008 y 2011: “El proceso del hambre empezó por la destrucción de la pequeña agricultura familiar —explicó en una lección inaugural pronunciada en la Escuela Superior de Agricultura de Angers—. A medida que se han ido reforzando las exigencias de competitividad impuestas a la agricultura y que se ha ido reduciendo el apoyo a los agricultores, la agricultura se ha ido volviendo inviable, salvo para los grandes productores. Desde la década de 1970 las elecciones que se ha hecho han provocado la muerte de la pequeña agricultura familiar en los países en vías de desarrollo”. En efecto, conviene recordar que “en el momento de los procesos de independencia África era autosuficiente e incluso exportadora neta de bienes alimentarios (cerca de 1,3 millones de toneladas al año entre 1966 y 1970)”, como pone de relieve el sociólogo e historiador belga Laurent Delcourt, que añade: “¡Ahora importa cerca del 25 % de sus alimentos!”.

Este proceso de dependencia cada vez mayor se desarrolló en dos etapas. La primera cubre las décadas de 1960 y 1970, en las que poco después de los procesos de independencia los países africanos llevaron a cabo unas políticas voluntaristas de desarrollo agrícola con dos objetivos: garantizar que se abastecía a las ciudades de alimentos baratos (proponiendo unos servicios de divulgación agrícola y comprando la producción de los pequeños campesinos a precios garantizados por el gobierno), y promover la agroexportación para procurarse las divisas necesarias para la compra de bienes manufacturados en el mercado internacional, entre ellos los equipamientos agrícolas. Así es como en el África subsahariana los países se especializaron en la producción de materias primas (los famosos “cultivos de renta”), como el café, el algodón o el cacao, que se inscribían en una división internacional del trabajo heredada de la época colonial. Es lo que yo llamaría el “orden alimentario neocolonial”, según la clasificación de Éric Holt-Giménez.

Después vino el segundo período, de 1980 a 2000, en el que los países africanos se vieron estrangulados por una deuda colosal debida al deterioro de los términos del intercambio, ya que el precio de las materias primas no dejaba de bajar mientras que el de los productos manufacturados no dejaba de aumentar. Para ser más precisa, yo añadiría que las deudas también aumentaron debido a unas practicas de corrupción y de depredación de los potentados africanos, ampliamente apoyados por sus colegas de las antiguas potencias coloniales, a la cabeza de las cuales se encuentra Francia. Pero lo cierto es que los gobernantes africanos pasaron a estar bajo el yugo del FMI y el Banco Mundial en un momento en el que la “desregulación” promovida por Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en el Reino Unido se convertía en la nueva doxa económica. “Periódicamente el FMI concede a los países endeudados una moratoria temporal o una refinanciación de su deuda a condición de que se sometan al llamado plan de ajuste estructural —comenta Jean Ziegler, que fue un observador privilegiado de las prácticas de esta institución de la ONU—. Todos estos planes comportan la reducción de los gastos de sanidad y de escolaridad en los presupuestos de los países implicados, y la supresión de las subvenciones de los alimentos básicos y de la ayuda a las familias necesitadas. [...] Ahí donde hace estragos el FMI se encogen los campos de mandioca, de arroz y de mijo. La agricultura de subsistencia muere.”

Laurent Delcourt lo confirma: “Para maximizar sus ventajas comparativas y acumular divisas se invita a los fuertemente endeudados países del Sur a centrarse en unos cultivos con mayor valor añadido en los mercados internacionales. ¡Así se verá a Kenia o Perú lanzarse a la floricultura, los cultivos de soja sustituir en Brasil a las tierras de pasto o a los suelos tradicionalmente dedicados a una agricultura más diversificada, [...] o incluso alzarse naranjos en lugares dedicados a la producción de alubias (alimento base de la población) en Haití, país que actualmente importa cerca del 60 % de sus alimentos!”.

Haití, precisamente. Jean Ziegler informa en su libro Destrucción masiva, geopolítica del hambre que a principios de la década de 1980 la isla era autosuficiente en arroz porque la producción nacional estaba protegida por una tasa a la importación del 30%. El país sufrió dos planes de ajuste estructural y bajo las presiones del FMI la tarifa aduanera se redujo a un 3 %. Resultado: “El arroz estadounidense, fuertemente subvencionado por Washington, invadió las ciudades y pueblos haitianos”. “Entre 1985 y 2004 las importaciones de arroz pasaron de 15.000 a 350.000 toneladas mientras que la producción local se hundía y pasaba del 124.000 toneladas a 73.000. Hoy el gobierno de Haití gasta un 80% de sus ingresos en comprar comida, mientras que los pequeños arroceros han emigrado masivamente a los barrios de chabolas de Port-au-Prince. En abril de 2008 encabezaron las revueltas del hambre que ocasionaron varios muertos, cientos de heridos y provocaron la caída del gobierno. Lo mismo ocurrió en Zambia o incluso en Ghana, donde en 2003 el Parlamento decidió volver a introducir una tarifa aduanera del 25% para el arroz importado. El FMI reaccionó con vigor. Obligó al gobierno a anular la ley.”

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