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Un susto de muerte para la Casa Real y el establishment

Los reyes saludan a Suárez Illana en el funeral por el expresidente.

Iñigo Sáenz de Ugarte

La reacción del establishment ha sido fulgurante, dramática. El País, El Mundo y ABC han corrido en tropel para defender el honor de la monarquía en otro episodio más que cuestiona los mitos oficiales de la Transición. El libro de Pilar Urbano ha desatado respuestas airadas, perplejas, incluso desaforadas, y la principal razón no es que por primera vez se haya cuestionado las verdades asumidas. Eso ha ocurrido antes. Es sólo porque la obra va a tener una gran difusión y aparece en las librerías cuando la monarquía y los dos partidos que la sustentan sufren su mayor descrédito desde el regreso de la democracia.

En otras ocasiones, con otros libros y en otra época, fue posible que los grandes medios de comunicación ignoraran esas revelaciones, fueran o no correctas. Sólo el libro de Javier Cercas agrietó la coraza, pero al no ser un reportaje periodístico tuvieron que transigir.

El tiempo de mirar a otro lado ha terminado y no hay que descartar que la Casa Real haya tocado a rebato para obtener el apoyo de sus aliados.

La prioridad consiste en negar el papel activo y protagonista del rey en el acoso a Suárez en 1980 cuando la situación política y económica del país era terrible y el partido del presidente se parecía más a un nido de víboras. Conviene recordar estos dos puntos para no pensar que la actuación del rey, la oposición y otros centros de poder era absurda. No lo era, criticable a distintos niveles quizá, pero no inaudita en un país democrático. Pero en el cuento de hadas de la Transición los papeles ya están asignados y amagar con cambiarlos se considera delito de traición.

Al igual que en otros libros, Pilar Urbano obliga al lector a entregar toda su confianza en ella. Fuentes anónimas, conversaciones entrecomilladas ocurridas muchos años atrás que son transcritas hasta el último detalle, pensamientos de los protagonistas que aparecen descritos... demasiada fe ciega exigida. Pero su relato coincide con otras visiones heterodoxas de la Transición, si dejamos aparte eso de dejar en el aire la posibilidad de que el elefante blanco del 23F fuera el rey, el típico anzuelo promocional para vender libros que se deja caer.

No he leído el libro (sí un par de entrevistas a Urbano), así que no estoy en condiciones de valorar su contenido. Políticamente, es mucho más interesante la reacción provocada. El domingo, hemos tenido un testimonio memorable, el de Adolfo Suárez Illana en una entrevista interminable con Victoria Prego en El Mundo. Además de desmentidos airados y unas cuantas cartas del rey a su padre --por escrito se suelen guardar las formas porque nunca se sabe dónde acabarán los textos años después--, su posición se basa en una idea muy fácil de entender: mi padre me lo contó todo y ahí no hay nada de lo que cuenta Urbano. Un testimonio que también es imposible de demostrar o desmentir porque el interlocutor ya está muerto, a menos que su autor eleve la mitología construida a partir de esa época, en especial sobre las relaciones entre el rey y Suárez, hasta niveles que ruborizarían a Corín Tellado.

La que sí es novedosa, tanto que no me parece haberlo visto nunca hasta ahora, es la versión de Suárez Illana sobre la dimisión del presidente en 1981. Resulta que esa decisión inesperada que, a pesar de la profunda crisis de su Gobierno cogió por sorpresa a todo el mundo, fue pactada entre Suárez y el rey en una fecha tan anterior como agosto de 1980.

“¿Y está informado el Rey y de acuerdo?”, le pregunta Prego. Responde: “Absolutamente, de acuerdo con el Rey. No es que en agosto esté todo el plan hecho, no. En agosto se toma la decisión y esa operación para consensuar el candidato se produce en otoño de 1980, hasta llegar a enero”.

Claro que sí. Con el país en llamas, el rey que no deja de decir a todo el mundo que Suárez es ya un desastre, con rumores de golpe por todos los sitios, con Armada proponiéndose a todo el que quiera escucharle como presidente de un Gobierno de gran coalición, el rey y presidente acuerdan la retirada del segundo, pero se dan un tiempo para concretarla. En España las cosas se hacen sin prisas. Seis meses no son nada. Tampoco hay urgencias. Hay que pactar la identidad del sustituto y tras todo ese periodo de tiempo sólo se les ocurre el nombre de Leopoldo Calvo-Sotelo. Tampoco había mucho más donde elegir, pero necesitan seis meses para tenerlo claro. La casa presenta riesgo de derrumbe, pero ellos matan el tiempo hablando del papel pintado.

Cómo un presidente que ha decidido dimitir plantea en septiembre en el Congreso, un mes después, una cuestión de confianza es algo que escapa de toda lógica. Prego plantea esa duda y Suárez Illana afirma que fue para “echar un órdago a sus compañeros de partido”. Y ahí la incredulidad se torna en carcajada.

También dice que lo hace para “ganar tiempo” e impedir una victoria del PSOE en unas hipotéticas elecciones anticipadas, que supongo que nadie en UCD se planteaba porque les llevaría a la derrota. Si de lo que se trataba era de ganar tiempo, no había solución más rápida en otoño que la dimisión de Suárez y la formación de un Gobierno de Calvo-Sotelo con la esperanza de culminar la legislatura.

La idea del rey como inspirador del golpe es obviamente tan dramática y se contradice tanto con lo que hizo el monarca en la noche del 23F que hay que exigir algo más que fuentes anónimas para sostenerla. De otra manera, se pueden llegar a presentar alternativas tan fantásticas como presentadas por Suárez Illana. Otro asunto muy diferente es la intervención del rey en el imparable proceso de desgaste de Suárez, que hacía tiempo había dejado de escuchar al jefe de Estado y que estaba horrorizado ante la presión real para que Armada recibiera un destino de mando en el corazón del alto mando militar. El mismo Armada del que hablaba todo el mundo en Madrid.

En el colmo de la charada, Suárez Illana no tiene ninguna duda sobre lo que ocurrió el 23F: “El golpe de Estado evidentemente fue lo que vimos”. No ha debido de leer nunca las crónicas de los medios de comunicación publicadas con ocasión del juicio.

Con algo más de solidez se aplicó Juan Luis Cebrián en un artículo publicado en la primera página de El País el 4 de abril. En el caso del entonces director del periódico, se aprecia la necesidad de una generación de políticos y periodistas de defender 'su obra', la Transición, aunque sea incurriendo en contradicciones. No es extraño que Cebrián utilice los primeros párrafos para destacar que Urbano fue entrevistada en El Mundo, como si el libro fuera en realidad una creación de ese periódico. Para los lectores liofilizados de El País, con eso basta. No hay acusación más grave.

Cebrián utiliza una táctica de ataque vieja pero efectiva. Lo revelado por el libro es falso y además no es nada nuevo porque ha aparecido de una manera u otra en múltiples ocasiones anteriores. Si fuera así, ni habría provocado tal terremoto ni la reacción enfurecida del establishment.

La línea central de la versión de Cebrián, como la de otros protagonistas de la época, es clara: aquí no hay nada más que ver, circulen y no hagan más ruido. La estrategia de la ocultación ha funcionado bastante bien en los últimos 30 años, pero lleva tiempo haciendo aguas. Podrían, si están tan seguros de que no hay nada extraño que ocultar, pedir que se hagan públicas las grabaciones de las comunicaciones realizadas esa noche desde el Congreso. Esa información tiene una categoría obvia de prueba relevante que debería haber sido aportada al juicio. A los acusados no les convenía y al Gobierno aún menos, porque pretendía que el juicio pasara sin grandes sorpresas y sin incomodar más de lo necesario al Ejército.

Ya no hay razones políticas que justifiquen esa censura. En vez de darse a los aspavientos por la salida de un libro, deberían reclamar en público que se conozca el contenido de esas llamadas. Algo me dice que no lo harán.

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