Sé racista, sale gratis
Hace cinco años Soly Ibrahima Diebate y Salif Sy, dos jóvenes negros, decidieron ir de fiesta a una discoteca albaceteña, la localidad en la que residían. “Mi jefe es racista y no quiere que entren negros”, les contestó el portero en la puerta del local para denegarles el acceso. Cinco años después, tras la negación del derecho a la hoja de reclamaciones, una denuncia a la Policía Nacional y el apoyo de cinco testigos del incidente, la justicia ha concluido que aquel hecho, cinco años después, equivale a quince meses de inhabilitación y 1.200 euros euros de multa tanto para el dueño de la discoteca como para el portero.
Con haber ahorrado 20 euros mensuales desde que prohibieron la entrada a Soly y Salif hasta el momento de la sentencia, ambos hubieran podido pagar hoy la multa en cómodos plazos. La inhabilitación, tras cinco años en los que ambos podrían haber redirigido su carrera estudiando un grado y un máster, quedaría en agua de borrajas.
La historia viene a cuento de la inmunidad existente en España cuando hablamos de racismo, de lo barata que es la discriminación. En pleno Siglo XXI, año 2016 y veinticuatro años después de la muerte de Lucrecia Pérez, el primer asesinato racista reconocido en España, no podemos decir que haya contundencia contra el racismo ni que persiga el odio por color de piel, origen o ambas. Ni por asomo.
La pasividad de la justicia y el Estado ante el racismo tiene la misma efectividad que una campaña publicitaria bajo el lema “Sé racista, sale gratis”. Distintas formas, iguales resultados y las mismas víctimas de siempre.
El pasado mes de julio recibí unas amenazas por Twitter que denuncié ante la Policía. Tres meses después, ni siquiera la denuncia ha llegado a la red social, la misma que debería proporcionar los datos de las personas que cometieron un delito para poder juzgarlas. Los plazos de la compañía americana varían, pero nunca tardan menos de un mes en contestar, lo que en ningún caso garantiza que la respuesta sea positiva.
Ahora, tras recibir amenazas de muerte, uno se cuestiona la efectividad de la denuncia. De qué me sirve reportar a la justicia un hecho sobre el que inclinará su balanza a los siete meses o a los cinco años con un tratamiento digno de conflicto vecinal. Obviando además que de piso te puedes cambiar, pero no de color de piel.
Y en eso tienen su responsabilidad nuestros dirigentes, equipos de monocolor blanco y actuaciones a golpe de desgracia, como las medidas contra la homofobia tomadas cada vez que un intolerante pegaba una paliza a un gay, y no en previsión para evitar las agresiones. No se nos debe olvidar que a su llegada al Gobierno, el Partido Popular guardó en el fondo del cajón una Ley Integral contra los Delitos de Odio y Discriminación. Allí se proponían mecanismos más especializados en estos temas y, sobre todo, se otorgaban herramientas de protección a una sociedad cada vez más diversa.
De ahí que si nos preguntan si queremos denunciar los casos de racismo, diremos que sí, pero debemos exigir plenas garantías y el compromiso de que se hará justicia con celeridad y contundencia. Y si me preguntan el porqué de este alegato, la respuesta es sencilla: no quiero que ocurra una desgracia para cambiar una circunstancia poco efectiva. Querría que gracias a la justicia, Soly y Salif pudieran entrar en esa discoteca a la semana siguiente, y no a los cinco años, sabiendo que esas dos personas nunca les volverían a discriminar por ser negros. Que el odio hacia tu origen o color de piel sea castigado con todo el peso de la ley sin paliativos. Y por supuesto evitar que, como ocurre en mi caso, nunca nos tengamos que plantear si denunciar o no ante la perspectiva de que, si cae la balanza blanca de la justicia, será de manera lenta y por el lado racista.