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El rey del 49% de los españoles

Iñigo Sáenz de Ugarte

El Gobierno de Rajoy no es el único que confía en que una recuperación económica en el próximo año sirva para recuperar su maltrecha reputación ante la opinión pública. El rey también parece haberlo apostado todo a esa carta. Lo que en el primer caso resulta inevitable –un náufrago en el mar se agarra a cualquier cosa que flote–, en el segundo es bastante cuestionable. Hasta el punto de que la forma en que el monarca está intentando alcanzar esa meta pone en peligro su legitimidad.

En los últimos meses y tras recuperarse de la última operación quirúrgica, el rey ha recuperado el ritmo habitual de sus contactos con dirigentes políticos y sociales. Lo que llama más la atención es que esta operación Renove de la monarquía ha sido vendida por la Casa Real como un intento de contribuir a la salida de la crisis, mientras que la prensa conservadora destaca sin tapujos que el rey está intentado promover grandes acuerdos entre las dos mayores fuerzas políticas.

Es posible que algunos de los exégetas de la monarquía se pasen en su adhesión cortesana y lleguen más lejos en sus titulares que lo que le gustaría a la Casa Real. Pero la imagen que están ofreciendo es como mínimo preocupante. Como dice Antoni Gutiérrez-Rubí, “abrir el melón de una mayor autonomía política de su figura, para mejorar su imagen o para desbloquear diálogos políticos, es entrar en un terreno difuso –y peligroso– con precedentes históricos nefastos”.

Algunos de los discursos del rey y del príncipe en 2012 ya apuntaban el riesgo de estar acercándose peligrosamente al Gobierno. Si sus redactores afirmaran que en los viajes al extranjero ambos están obligados a defender la política económica del Gobierno y vender una idea positiva del futuro de España, quizá no les falte razón, pero presentar ciertos hechos, como el descenso de salarios, como algo de lo que enorgullecerse tiene mala salida entre las víctimas de esa realidad económica.

En cualquier caso, si el rey se implica en el juego político, con independencia de las razones y objetivos, lo hace con todas sus consecuencias, y no todas son buenas para la figura que se presenta habitualmente como “rey de todos los españoles”. Si colabora de una manera u otra en la fabricación de un consenso entre el PP y el PSOE, pasa a adoptar un rol político que puede ser visto con suspicacia, cuando no abierta hostilidad, por los españoles que votan a otros partidos políticos. El rey del bipartidismo no es precisamente la etiqueta que necesita en estos momentos.

El sistema político de la transición ha concedido siempre virtudes curativas milagrosas a los consensos. No hubiera venido nada mal quizá en asuntos como la educación, pero incluso en ese caso hay que aceptar que si ese acuerdo previo no existe, no se puede construir sobre el vacío. En la situación actual es aún más difícil en cuestiones de política económica, reforma de la Administración o financiación autonómica. Y lo es no ya por las diferencias lógicas que pueda haber entre el PP y el PSOE, sino por las que existen dentro de cada partido en estos dos últimos puntos.

La idea de que el rey pueda “forjar consensos” –un lugar común en tantos artículos de opinión– es bien la fantasía de un monárquico anticuado o de alguien que terminará colocando al monarca ante una situación sin salida. El recuerdo de lo que se hizo en la Transición es sólo un caso de amnesia voluntaria si están pensando en la productiva relación política y personal que mantuvieron el rey y Adolfo Suárez durante tanto tiempo, y que acabó con el primero intentando deshacerse del segundo. Toda participación política en tiempos de crisis supone un serio desgaste personal.

En Europa Occidental, a diferencia de, pongamos, Marruecos, la neutralidad política es un requisito fundamental para garantizar la supervivencia de la monarquía. Un monarca no está en condiciones de asegurar el trono a su sucesor si se limita a ser el rey del 49% de los españoles (el porcentaje de votos del PP y PSOE sobre el censo en las últimas elecciones).

En estos días en que Rajoy y Rubalcaba presentan su primer acuerdo, resucitará la tentación de alardear de cómo el jefe de Estado puede propiciar o alentar este tipo de pactos. Sería un error descomunal que detectaría cualquier lector de las encuestas del CIS. ¿Qué efecto puede tener asociarse al político en quien tienen poca o ninguna confianza el 85,6% de los españoles (Rajoy) o el que inspira el mismo rechazo en el 89,7% (Rubalcaba)? ¿Esas son las dos muletas sobre las que se apoyará la recuperación del prestigio de la jefatura del Estado?

Los partidos a veces ven cómo sus líderes quedan incinerados, pero confían en que los sucesores puedan reflotar la marca. Las monarquías no tienen tanto banquillo detrás.

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