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La ruleta rusa

Carles Puigdemont.

Toni Soler

Que Carles Puigdemont no será president lo sabe todo el mundo, empezando por él mismo. No lo será porque la justicia española quiere verlo entre rejas y porque un gobierno serio, sobre todo uno que quiere devenir república, no puede dirigirse por vía telemática. Punto.

Lo que se está dirimiendo en el campo soberanista no es la restitución efectiva de Puigdemont, sino cómo congeniar el reconocimiento de su legitimidad con la urgencia de un Govern ordinario que restañe las heridas causadas por la aplicación del artículo 155. JxCat quiere una investidura impugnada que dé paso a un segundo candidato o candidata. Pero ERC no quiere más daños colaterales.

El acuerdo entre ambas formaciones hubiera sido más sencillo si el Gobierno no hubiera apuntado su arsenal (judicial) hacia el nuevo presidente del Parlament, el republicano Roger Torrent, que no tiene ninguna intención de inmolarse por un acto de mero simbolismo. Máxime cuando no sólo está en juego su futuro político, sino también la libertad condicional de varios exconsellers, la prisión preventiva de Junqueras, Forn y los Jordis, y la posibilidad de una renovada ofensiva jurídica y policial contra el mundo municipal y las entidades del soberanismo cívico.

ERC, que acostumbra a reaccionar tarde ante sus taimados rivales en el campo independentista, se ha encontrado con el desagradable papel de aguafiestas. Con su decisión de ayer, Roger Torrent formuló una decidida -aunque impostada- apuesta por el candidato Puigdemont, pero devolvió la pelota al Tribunal Constitucional (para que, de paso, siga cubriéndose de gloria). No es una mala jugada, pero no son buenos momentos para los matices.

Esquerra no quiere ser el partido que diga que no a Puigdemont, ni el partido que le diga que sí. Un mensaje difícil de vender para un partido que aún no ha digerido su derrota electoral y que echa demasiado en falta a su líder encarcelado y silenciado. Tras oír a Torrent, a JxCat y a la CUP les faltó tiempo para acusar a los republicanos de deslealtad. Y empezaron en público los reproches que se oyen en privado desde hace semanas. Los protagonistas de la fallida república del 27 de octubre todavía no han ajustado cuentas.

Es cierto que en la CUP -y en los sectores más motivados de ERC y JxCat- hay partidarios del todo o nada. Pero el grueso del soberanismo catalán sabe que, en las circunstancias actuales, la victoria electoral del 21 de diciembre no basta para que el status político de Catalunya cambie. Lo sabe porque octubre está demasiado cerca.

Para que hubiera un cambio sustancial debería darse una de estas tres condiciones adicionales: que el Gobierno español flexibilice su postura, que surjan apoyos internacionales o que se produzca una movilización popular masiva y continuada en Catalunya. Las dos primeras condiciones son improbables, y la tercera es imprevisible, aunque parece difícil mientras no se curen las heridas del 1 de octubre y la decepción posterior.

La única baza cierta con la que cuenta el independentismo es la mayoría absoluta en el Parlament, desde donde no puede proclamar una república pero sí podría dar muchos pasos para hacerla inevitable. Y esta única baza es la que ahora se está poniendo en peligro. Repetir elecciones, incluso con las mejores perspectivas, es como jugar a la ruleta rusa.

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