La segunda oportunidad
Tras las últimas elecciones generales algunos vieron el vaso medio lleno y celebraron el fin del bipartidismo, otros no lo vimos tanto e insistimos en que los dos grandes partidos siguen gobernando las autonomías no nacionalistas y acaparan una mayoría absoluta en las urnas y en parlamentarios nacionales.
El despegue de Podemos y las candidaturas de cambio que se incorporan a su grupo político, a pesar de contar con un número de diputados que nunca llegó a conseguir Izquierda Unida, se enfrentan al mismo dilema que lleva sufriendo la coalición durante décadas, muy oportunamente explotado y rentabilizado por el PSOE y su entorno mediático: si no les apoya estará alineándose con la derecha montando la dichosa pinza, y si lo hace, un sector de sus votantes le dará la espalda por considerarles cómplices de las políticas neoliberales socialistas. El coste de ese dilema en términos de debate interno siempre terminó siendo tremendo para Izquierda Unida, si echamos la vista atrás veremos que todos los conflictos y escisiones han girado en torno a qué postura debía adoptarse ante una investidura socialista. Después, apoye o no apoye al PSOE, participe o no participe en un gobierno conjunto, termine la legislatura de ese gobierno socialista con más o menos apoyos ciudadanos, los resultados ante las siguientes elecciones nunca terminan siendo buenos para la coalición. La casuística -nacional o autonómica- recoge todas las situaciones para poder comprobarlo.
Ahora la historia se vuelve a repetir con Podemos: acusación de pinza, conflicto interno rentabilizado y magnificado por la prensa, frustración y desánimo ciudadano... La organización morada ha comprobado también algo que ya vivió Izquierda Unida: el PSOE prefiere aliarse con cualquier opción antes que con algo que considere que está a su izquierda para poder patrimonializar esa franja sociológica y, por supuesto, para seguir sirviendo a los intereses de los que es rehén desde la Transición. Lo hizo Felipe González en su última legislatura de gobierno cuando eligió gobernar con CiU y PNV antes que con IU, aunque eso le supusiese la caída. Y también Zapatero, en su segunda legislatura, optó por una investidura por mayoría simple y en segunda vuelta antes que cosechar el apoyo de la izquierda parlamentaria.
La solución al dilema del bipartidismo que se mueve entre la derecha del PP o un PSOE que comparte tanto políticas europeas de recortes como servilismo internacional e intervenciones militares con la OTAN y Estados Unidos, solo pasa por lo que se ha denominado el sorpasso. Es decir, que una alternativa de izquierdas, con todos los matices que puedan apreciarle los votantes y militantes de las diferentes organizaciones, logre superar en votos al PSOE. Será entonces cuando ese eterno dilema se supere. Eso es lo que ha sucedido, por ejemplo, en la ciudad de Valencia, donde Compromís logró más votos que el PSOE y han sido estos últimos los que han debido apoyar a Joan Ribó. Por supuesto, puede que la nueva opción en un futuro pueda resultar frustrante o no, pero el conjuro que nos tenía paralizados se habrá roto.
En las pasadas elecciones generales, la falta de un acuerdo estatal entre Podemos e Izquierda Unida impidió una candidatura común que, si hacemos el simplista ejercicio de sumar los votos conseguidos por ambas organizaciones, habría logrado más votos que el PSOE y 13 escaños más que los que ahora tienen. Cosas de la circunscripción provincial y la ley d'Hondt.
La probable repetición de las elecciones ofrece una nueva oportunidad que, considero, no se debería desaprovechar. Por supuesto, ambas organizaciones tienen diferencias en métodos, discurso y en algunas cuestiones de programa, pero es evidente que una única candidatura por motivos tácticos beneficiaría a ambas. Hemos de recordar que Izquierda Unida ha estado durante lustros presentándose a las elecciones europeas con Iniciativa per Catalunya y que los eurodiputados elegidos posteriormente se integraban en grupos políticos diferentes del Parlamento Europeo. En cambio, ahora los diputados de Podemos e Izquierda Unida -que se presentaron en candidaturas diferentes- se encuentran en el mismo grupo europeo trabajando con normalidad.
Aunque es probable que algunos votantes de Podemos se descuelguen por no verse “manchados de rojo” compartiendo candidatura con IU, y que algunos de la coalición lo rechacen por considerar que se descafeínan los principios, estoy convencido que otros muchos ciudadanos verán con ilusión esa confluencia electoral hasta poder compensar las pérdidas de apoyos. La historia de las victorias electorales de la izquierda está salpicada de ejemplos de unidad de este tipo. Frentes electorales en los que las diferentes organizaciones no perdían su identidad al tiempo que lograban levantar un entusiasmo que multiplicaba más que sumaba los apoyos. Podemos debería percibir que Izquierda Unida tiene detrás casi un millón de votos, e Izquierda Unida asumir que con el actual sistema electoral los 733.868 de sus votos que no han sido de Madrid no han servido para lograr escaños. Compárese con los nueve diputados que Compromís-Podemos logró en la Comunidad Valenciana con menos papeletas.
Mucho que temo que la ciudadanía se aboca frustrada y desilusionada a unas nuevas elecciones en las que percibe que se volverán a repetir unos resultados que no rompen el bipartidismo ni auguran cambios políticos para el país. Una candidatura conjunta, con el formato legal que se considere, pero que respete la identidad de sus componentes, puede ser el verdadero asalto a los cielos que los de Podemos prometieron y que los de IU nunca consiguieron.