Algo más que seres fragmentados
El dinero es un elemento casi omnipresente en nuestra vida diaria. Resulta complicado esquivar la mercantilización de la cotidianidad, incluso de las propias relaciones humanas. Es prácticamente imposible no intervenir en ninguna transacción comercial desde que salimos de casa por la mañana para ir al trabajo –o para buscarlo– hasta que regresamos.
Casi todo ha sido reducido a mera mercancía, incluso nosotros mismos, con nuestro propio precio, convertidos en nuestras propias empresas, obligados a presentarnos en función de las capacidades y experiencias laborales acumuladas, desprovistos de un carácter meramente humano, fragmentados. Existimos en la medida en que pertenecemos al enorme mercado de la compra y venta.
“En toda conversación se va infiltrando el tema que plantea las condiciones de vida: el del dinero”, escribió Walter Benjamin.
El dinero es la divinidad más legalizada y protegida del sistema capitalista. Una cantidad de dinero siempre puede cambiarse por poder. La relación entre las autoridades, los empresarios, el poder financiero y la prensa tiene, como decía Benjamin, su sistema de distribución legalizado.
“Solo se puede hablar de corrupción cuando este proceso –el intercambio de dinero por poder– se gestiona de manera demasiado abreviada”, sentenció el filósofo alemán.
Cada vez hay menos servicios concebidos por y para los ciudadanos, porque prevalece la idea de que el beneficio, la rentabilidad, está muy por encima de la necesidad. Casi todo ha sido privatizado y lo que no, está siendo recortado.
En 2012, 43.853 familias se quedaron sin casa por no poder pagar. Más de 400.000 familias han sido desahuciadas desde el inicio de la crisis, y se calcula que otras 360.000 perderán su hogar de aquí a 2015. Esto ocurre en un país con 800.000 pisos nuevos sin vender y más de tres millones de viviendas desocupadas. Pero en este modelo deshumanizado y desalmado, no hay techo para nadie si no hay dinero de por medio. Tal es la ineficacia del funcionamiento del sistema.
Son mayoría los ámbitos en los que todo se organiza en función del dinero, que difumina y borra los esfuerzos. El dinero nos desconecta, nos impide recordar que detrás de él hay un trabajo, un empeño. Lo subrayaba hace unos días el politólogo Juan Carlos Monedero, en la presentación de su nuevo libro, Curso urgente de política para gente decente. Lo colectivo, la solidaridad, la ayuda, la cooperación, son sustituidos por dinero: “Y así, perdemos de vista el proceso entero, olvidamos el esfuerzo que supone hacer algo. Qué importante sería recuperar las cosas que hay detrás del dinero”. Qué importante sería recuperarnos como personas, con dignidad, independientemente del dinero que poseamos.
Quienes más tienen, saben que la riqueza económica compra tiempo y, en realidad, piensan que lo compra todo. Es esta premisa la que suele regir las relaciones personales, la que orquesta el funcionamiento del mundo capitalista. La voluntad de una persona vale infinitamente más que la de otra. ¿Por qué? Porque una tiene dinero y la otra no.
En 1930 el economista británico John Maynard Keynes afirmó que la riqueza aumentaría con el paso de los años y que el mayor problema de la humanidad, el de la subsistencia económica, sería resuelto. Predijo que, en torno a 2030, la gente “ya tendría suficiente” para llevar “una buena vida”, que las horas de trabajo remunerado se reducirían a tres diarias, que los seres humanos serían como “los lirios del campo, que no se afanan ni se hilan”.
“El amor al dinero como posesión, a diferencia del amor al dinero como medio para el disfrute de la vida, se reconocerá como lo que es: una enfermedad vergonzosa, una de esas tendencias semicriminales y patológicas que se suelen dejar con repulsión para los especialistas en desórdenes mentales”, escribió el economista.
Acertó en su predicción sobre el enorme aumento de la riqueza, pero se equivocó en su optimismo. Solo en seis años –de 2000 a 2006– se duplicó el Producto Interior Bruto del planeta, que pasó de 36 a 70 billones de dólares. Sin embargo, los pobres son cada vez más pobres, y los ricos, más ricos. El dinero se acumula en muy pocas manos y millones de personas trabajan más horas al día de las que dedican al ocio o al descanso. El amor al dinero como posesión mueve el mundo, moldea las leyes, y apenas nadie tiene tiempo ni para ser como los lirios del campo ni para observarlos u olerlos.
En este contexto, en el que aspectos tan fundamentales de nuestra vida como la alimentación o la vivienda dependen del dinero que tengamos, algunos seres humanos buscan de forma instintiva cómo no vivir de manera fragmentada, cómo ser personas, no empresas, cómo recordar que no solo hay enjambres de monedas furiosas. ¿De verdad el sueño de alguien es una ciudad devorada por las tiendas y los escaparates, sin más espacio social que el de los centros comerciales? ¿De verdad queremos limitarnos a ser meros consumidores en vez de ciudadanos?
Tenemos que aprender a buscar sueños alternativos al neoliberal, espacios donde no nos dicten nuestras preferencias. Hay otras formas de vivir. Creándolas, reivindicándolas, estaremos construyendo pequeños mundos alternativos capaces de combatir la hegemonía del pensamiento dominante, dispuestos a inocular una cultura política cuyo dios no sea el dinero.
No será el capitalismo el que nos permita escuchar lo que una inmensa cúpula de estrellas tenga que decirnos en mitad de la noche, lejos de los mensajes bidireccionales de compraventa. No será este modelo actual, que nos devora y se devora, el que nos permita vivir con dignidad, disfrutando y no sufriendo. Yo quiero ser persona, con todos los recovecos de humanidad que ello implica, y no una simple agente comercial de mí misma, reducida a un producto en el mercado laboral.
John Berger escribió que “aceptar la desigualdad como natural es convertirse en un ser fragmentado”, es no concebirse a uno mismo más que como la suma de un conjunto de posesiones, de circunstancias, de necesidades. Aceptar la desigualdad como natural es creer que podemos ser de forma aislada, individual, sin sentirnos apelados por lo colectivo. Rebelarse contra ella es defender que la dignidad de todos, el derecho a vivir disfrutando y no sufriendo, debe ser el más preciado de los valores. Y que nadie ni nada, ni el dinero, nos convenza de lo contrario.