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Una sociedad que avergüenza

Rosa María Artal

La sociedad española parece tener un buche en el que cabe todo. Engulle lo que le echen en tales proporciones que pronto habrá de habilitar esófago, estómago e intestinos para seguir almacenando lo que ingiere. El saco de la suciedad soportable se ha ido llenando al punto que ya desparrama fuera sus excrementos como lo hizo la basura de Madrid. Hasta las más inmensas tragaderas tienen un límite de espacio, no parece en el caso español. Estamos dando como pueblo un espectáculo deplorable.

Los poderes nos suministran porquería prácticamente a diario. Y la mayoría la ingiere sin mirarle el diente. Es la sentencia del Prestige, que deja la catástrofe sin culpables tras 11 años de dilación para alimentar el olvido. El chapote que sí existió tizna a la justicia y a la propia sociedad complaciente. Son los 45 diputados del PP valenciano –de los 54 electos– firmando una petición de indulto para que no entre en prisión el colega que prevaricó en Torrevieja, según condena judicial –que alguna hay–. Siguen la estela, por cierto, del magnánimo Gobierno central, presto a eximir de la cárcel a toda suerte de corruptos y estafadores de altura, torturadores, y hasta a homicidas al volante que hayan tenido la previsión de contratar los servicios del bufete adecuado. La podredumbre de la vida política actual nos entronca con los periodos más negros de nuestra historia.

Hemos visto cosas que no creeríamos. No hasta ese punto y con tanta frecuencia. Cada uno de los escándalos desvelados hubiera costado el puesto, la caída del Gobierno incluso, de forma fulminante; la aglomeración parece diluirlos. El aire se enturbia cada día más, lo viene haciendo a golpes continuos de hollín hasta haber llegado al nivel de irrespirable. Mientras, los autores del desastre caminan, erguidos y suficientes, como si nada fuera con ellos.

Cuando supimos, publicado en prensa y confirmado por él, que todo un presidente del Gobierno intercambiaba SMS de ánimo con su extesorero imputado por corrupción vinculada a su partido, pensamos que todo habría de estallar necesariamente. Sueldos, sobresueldos –hasta en A, que son casi igual de flagrantes–, donaciones al partido de las mismas empresas que reciben el contrato público de cuanto se gestiona y construye en España. Y a las que la justicia no ve relación punible porque no han firmado un escrito en el que diga: vale por un cohecho. Borrado de ordenadores comprometedores que tampoco merecen sospecha judicial. Privatizaciones cuyo tufo atruena. Finiquitos diferidos. Recibís que se firman sin que medie la recepción del dinero, según se atreven a declarar. Ni el más surrealista de los autores de ficción osaría escribir un guión tan zafio e inverosímil. Interpretado, además, por un elenco de actores de tan ínfima categoría que parecen reclutados en un desguace. De Botella a Montoro, pasando por González, Báñez, Mato, Soria, Fabra, Camps, Barberá, Bauzá, Floriano, Cospedal o el propio Rajoy, encabezando la interminable lista.

¿Nos toman por idiotas? Puede ser, pero sin duda por mansos, o moldeables. Porque, siguiendo la triste tradición de nuestro país, a quien protesta se le acalla. Por el método que sea. Saben –y ése es su triunfo– que mientras no estalle eso que llaman en términos elogiosos su “mayoría silenciosa”, sumisa, hay margen. Y, si no, se construye el entramado legal y judicial ad hoc. El Código Penal de Gallardón o la nueva Ley de Seguridad Ciudadana de Fernández Díaz en Interior, altamente represora. Para cortar reclamaciones molestas o ante cualquier eventualidad, María Dolores de Cospedal avanza ante las NNGG que el PP piensa poco menos que sacar a España de la jurisdicción de los tribunales Internacionales. Y ni se inmuta al decirlo. Ni la sociedad al escucharlo.

Asistimos al patético episodio de ver en el mismo escenario, al presidente del PP y del Gobierno –que solo habla ante quien le aclama y le corea– aplaudirse a sí mismo por sus imaginarios éxitos, al cumplirse la mitad de su mandato. Tan encantado con su labor está, que promete persistir en ella: nos seguirá empobreciendo y aumentando la desigualdad social con sus “reformas”. Él y los suyos están mejor que hace dos años, no el resto. Sin duda.

La lista de irregularidades es tan larga que la mayoría la olvida entretenida en su labor de embuchar hasta sapos con púas. Cierto que tanto golpe seguido, tanta desfachatez andante, puede terminar por anestesiar. Si se está enfermo; una sociedad sana no lo toleraría. En ningún país serio seguiría en la presidencia del Gobierno una persona que ha mentido desde la primera a la última de sus palabras y que se halla circundado por SMS y cuentas turbias. No continuarían ni un minuto más en su puesto los 45 diputados valencianos. Ni los órganos de la justicia que alojan en sus estómagos sentencias como la del Prestige y todas las que se avecinan, dando una insufrible sensación de impunidad. No se aguanta esta batería de desafueros en otros países aunque no sean un dechado de virtudes. Se echa a los corruptos. Se van ellos, incluso. Antes incluso del proceso judicial; la sospecha fundada, tanta sospecha fundada mancha.

En el llamado “escándalo de los gastos parlamentarios” de 2009 en el Reino Unido, se penó el robo de cantidades que aquí son calderilla. La sensible diferencia es que todos ellos fueron obligados a dimitir. Que sus partidos se mostraron férreos con eso. Y que en las calles de Londres la ciudadanía evidenció su enorme rechazo, su irritación, su determinación irrevocable de castigar estas prácticas. Vengan de donde vengan. Aquí no ocurre. Ni por asomo.

Hace meses que la prensa internacional se pregunta hasta dónde va a aguantar la cuerda a Mariano Rajoy y su partido. En julio decía The Economist: “La corrupción es la piedra de molino del señor Rajoy. ¿Va a hundirlo? La combinación de una mayoría parlamentaria absoluta, una inexplicable tolerancia a la corrupción entre los votantes españoles, escándalos similares que golpean la oposición socialista y un sistema judicial lento significa que probablemente no lo hará”.

Esa “inexplicable tolerancia a la corrupción entre los votantes españoles” que los medios extranjeros resaltan duele y avergüenza profundamente a los españoles decentes. A los que aún arriesgan su dinero y su trabajo para defender, por ejemplo, la sanidad pública, ahuyentando a los buitres que vienen a comer lo que han convertido o quieren convertir en carroña de la que lucrarse. A los que han dejado unos días la basura en la calle –como metáfora– para no emporcar más los salarios y condiciones laborales de los españoles. A quienes no quieren ser identificados con corrupta.

¿Cómo ha podido convertirse en normalidad esta inmundicia? ¿Qué puede germinar en esta mugre? Sea cual sea su papel en la obra, protagonista o secundario, si usted es de los que tiene tan empachado el buche que ya se le confunde con el intestino, mírese al espejo y reflexione si ve en él a un ciudadano o qué ve. Sinceramente.

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