Tras las tarjetas negras llega ahora el miedo por la economía
El escándalo de las tarjetas negras empieza a dar sus últimas boqueadas informativas. Tras de que Miguel Blesa y Rodrigo Rato paguen sus fianzas el asunto terminará añadiéndose a la interminable lista de los procesos judiciales de corrupción que tardarán años en resolverse. Pero es casi seguro que en los próximos meses saldrán a la luz nuevos episodios del latrocinio que el poder económico y político ha venido practicando en los años pasados. Aunque sólo sea porque alguno de los “caídos” en los capítulos anteriores querrán paliar su ignominia –la de haberse dejado pillar– denunciando, bajo manga, claro está, comportamientos similares por parte de sus congéneres.
La corrupción va a ser una de las constantes de la crónica española del tiempo que queda hasta las generales de 2015. Lo cual no será una sorpresa, porque es lo que hay desde hace unos cuantos años. Lo nuevo, aunque tampoco muy sorprendente para quienes no se han dejado engatusar por la propaganda oficial, es que el espectáculo de la degradación moral de nuestra élite se verá acompañado por un proceso de empeoramiento de la situación económica que puede incluso derivar en un nuevo colapso financiero.
Esta semana, la palabra miedo se ha repetido hasta la saciedad en las primeras páginas de los grandes diarios económicos del mundo. Miedo a que Grecia se dé un nuevo batacazo y deje de pagar a sus acreedores: y la posibilidad de que Syriza gane las próximas elecciones no es ajena al mismo. Miedo a que Europa entre en recesión, con Alemania a la cabeza y sin que por ello Angela Merkel renuncie a su política de “austericidio”. Miedo a que las primas de riesgo vuelvan a dispararse (y entre ellas la española que junto a la italiana es la que más preocupa, como siempre, a los analistas internacionales). Miedo a que las crisis geopolíticas –Oriente Próximo, Ucrania y hasta el ébola, que puede hundir al sector del transporte aéreo– agraven la situación, en un momento en el que las economías de Estados Unidos y de China están perdiendo potencia.
Como viene ocurriendo desde hace demasiado tiempo, ese panorama aparece sólo muy tímidamente apuntado en los medios de comunicación españoles: el que el jueves la prima de riesgo llegara a 160 puntos prácticamente se ha ocultado. Pero se traza con rasgos muy alarmados y alarmantes en los extranjeros, sobre todo en los últimos días, cuando las bolsas occidentales se han hundido y algo que apunta al pánico inversor ha vuelto a aparecer en los mercados de deuda pública. Como era de esperar, los portavoces del gobierno español y, a la cabeza de ellos, su presidente, han quitado hierro a las noticias, diciendo que el bajón es sólo pasajero y de que lo demás, los “fundamentos de la economía”, ha dicho Rajoy, va bien.
Lo cierto es que la sensación de los especialistas es que la cosa no es ni mucho menos pasajera, que lo que está ocurriendo es que se ha acabado el espejismo de que las cosas empezaban a resolverse que se creó en los dos últimos años. Y que los problemas de fondo sin resolver, económicos y financieros, han vuelto a la salir a la luz. Y que es muy posible que lo hagan cada vez con más fuerza. Primero, porque son muy graves. Las enormes deudas, públicas y privadas, de algunos países, entre ellos España, las ineficiencias del mercado y las consecuencias de la política de austeridad, que han postrado a buena parte de la economía europea, son algunos de ellos.
Segundo, porque las soluciones que se sacó de la manga el sistema, todas ellas marcadas por el requisito de que no lesionaran los intereses del poder financiero y económico, se están agotando sin que hayan resuelto ninguno de los citados problemas. Sólo el gobierno alemán defiende la política de austeridad fiscal. El impulso que pareció propiciar el BCE se ha agotado. Nadie de los que manda tiene claro qué se puede hacer. Y empiezan a pelearse entre ellos: crece la tensión entre Berlín y París y no es menor la que hay entre la cúpula de la UE y el FMI. Cualquier intento de ver algo de luz en las declaraciones de los líderes del mundo –en torno a la economía y en torno a todo lo demás– termina en el más absoluto fracaso. Se asiste a un nuevo momento de la profunda crisis del sistema, sólo disfrazada por la falta de movilización social en contra de la injusticia económica y el desarraigo social crecientes.
España participa pasivamente de esa situación. Sufriendo de sus efectos: nuestras exportaciones, que hasta muy poco el gobierno vendía como la gran palanca del crecimiento, están cayendo a un ritmo que no se conocía desde 2009; el consumo sigue estancado; los ingresos públicos también y en Bruselas se teme que nuestro país no puede cumplir con los compromisos de reducción del déficit. Pero nuestro gobierno sigue mintiendo con promesas de crecimiento económico y de descenso del paro que ningún especialista comparte. Si algo distingue al español en el conjunto de los gobiernos europeos es que ningún otro engaña tanto como el nuestro.
Pero la realidad se le va imponer a Rajoy y no dentro de mucho. En contra de lo que sus asesores soñaban, la campaña electoral –que ya ha empezado– va a estar marcada por un empeoramiento de la situación económica. Y lo único que va a poder hacer el Gobierno frente a ella es manipular los datos, como, según algunos indicios, ya viene haciendo desde hace un tiempo.
Es en ese contexto en el que la corrupción puede jugar un papel político de primer nivel. Porque unos malos datos –de crecimiento, de paro o los relativos a la prima de riesgo– pueden intensificar el rechazo popular a la corrupción, que el asunto de las tarjetas negras ha devuelto al protagonismo. Y a ese respecto, cabe una última consideración: lo que está saliendo a la luz es la corrupción de un pasado cercano, pero pasado, a la postre. Pero, ¿qué ocurre hoy en ese capítulo? Seguramente es menor, porque se mueve menos dinero. Pero, ¿qué ha cambiado en las prácticas del poder económico y político –del que, por cierto, también salen los consejeros de la nueva Bankia– para que la corrupción desaparezca? En los ambientes económicos internacionales se cree que poco, que la España que manda era y es corrupta, tanto o más que lo era la Italia de la Tangentópolis de los primeros noventa. La del juez Di Pietro y el derrumbe de la Democracia Cristiana y del Partido Socialista.