La tercera nación
En las elecciones autonómicas en curso, la cuestión nacional está polarizando el debate hasta el punto de presentar la política catalana como una disyuntiva entre dos naciones irreconciliables o, si se prefiere —dado que las naciones son el resultado de relatos compartidos e identidades colectivas construidas por los nacionalismos—, entre dos narrativas antagónicas. A un lado el relato de la España de 1978: la Transición como momento de reconciliación superador de la división provocada por el golpe militar de 1936. Una España en la que a las naciones sin Estado se les reconoce la condición de “nacionalidad” (que no de nación, aunque resulte absurdo pensar que la una no se derive de la otra), a cambio de que esta lleve por apellido “histórica” (como para conjurarse contra su actualidad). En este marco de referencia, el Estado de las autonomías es considerado una herramienta de éxito en la acomodación de las minorías. De igual modo, se le presenta como un grado de descentralización suficiente a pesar de la pervivencia de otro Estado que se le solapa y tiene un origen anterior —el Estado de las diputaciones—.
En el lado opuesto, la narrativa catalanista articula hoy una demanda independentista sobre la base de un agravio histórico iniciado en 1714, antes incluso de la existencia de las modernas identidades nacionales propiamente dichas (poco importa, pues para el relato catalanista lo suyo existe desde siempre, al igual que para el relato español el arte se inicia en las cuevas de Altamira). De acuerdo al relato independentista, Catalunya (o los Països Catalans) solo será libre fuera de España (aunque dentro de la UE) por medio de la consecución de un Estado-nación que permitirá la resolución de los problemas que lastra el territorio catalán. Es importante notar que no se trata de una Catalunya multinacional, sino de una Catalunya de una sola nación en la que, por consiguiente, nación catalana y Estado puedan ser intercambiables.
El reciente éxito del independentismo en el seno del catalanismo (donde compite con el federalismo, el Estado de las autonomías y otras opciones) puede ser considerado directamente como el resultado del fracaso histórico de España como Estado nacional. De hecho, la correlación entre las crisis de España como Estado nacional y los saltos cualitativos del catalanismo hacia exigencias de autogobierno cada vez mayores y más irreconciliables es evidente. El fracaso de la España isabelina dio pie al regionalismo como un movimiento cultural en defensa de la lengua y cultura catalanas. El fin de la Restauración facilitó el paso del regionalismo al nacionalismo, apareciendo por vez primera (y no antes) la plena vindicación de Catalunya como Nación. La destrucción de la II República por el Franquismo introdujo primero, de los años sesenta en adelante, la independencia como objetivo, si bien durante décadas este no dejaría de ser una opción minoritaria. La sentencia del Estatut, en fin, acabó de provocar el desplazamiento definitivo hacia el independentismo, dejando en evidencia una vez más que la negación del reconocimiento nacional solo ha provocado históricamente el aumento del secesionismo.
El éxito, con todo, del independentismo todavía es más relativo y paradójico de lo que parece a primera vista. En rigor, todavía no alcanza a una mayoría social, solo con dificultad podría lograr una ajustada mayoría de votos y parece abocado a contentarse, más bien, con poder echar mano de de la Declaración Unilateral de Independencia (DUI) con una mayoría de diputados. Artur Mas lo expresó de forma inequívoca: “Yo si puedo hacer un referéndum lo hago, y se cuentan votos. Pero las reglas del instrumento legal que tenemos dicen que hay que contar diputados”. A falta de pan, buenas son tortas. Tras una legislatura dedicando en exclusiva el debate público a la cuestión nacional, no parece, encuestas en la mano, que los equilibrios hayan cambiado y sí, por el contrario, que la confrontación de las narrativas catalanista y españolista mantengan un status quo respecto a los últimos años.
En el contexto actual, solo una anomalía parece llamada a desbloquear la situación. En su declinación española lleva por nombre Podemos mientras que en su declinación catalana se hace llamar Catalunya, Sí que es pot. En ambos casos nos encontramos con una irrupción inesperada en ambos relatos y contra la que ambos precisan conjurarse por igual, sopena de perder sus hegemonías respectivas. De esta suerte, que Podemos reconozca que Catalunya podría definir su futuro por medio del ejercicio del derecho a decidir no solo constituye una excepción en el panorama español con opciones de gobierno. Pone a su vez de manifiesto la incomodidad con que la que los partidos del régimen de 1978 afrontan el agotamiento del modelo territorial tras la sentencia del Estatut. Al mismo tiempo, la sola posibilidad de una idea de España que no encaje en el esquema del españolismo postfranquista, descoloca al independentismo, confortablemente situado en el discurso victimista con el que siempre aborda su propia impotencia como proyecto de país capaz de alterar de manera decisiva los alineamientos políticos dentro y fuera de Catalunya.
Así las cosas, las próximas elecciones catalanas y españolas marcarán los límites de adaptación de los bandos catalanista y españolista al nuevo contexto. De la lógica complementaria por la que Aznar favorecía a Carod y por la que Mas refuerza a Rajoy pasaremos, sí o sí a juzgar por las encuestas, a un escenario en el que la inestabilidad de los alineamientos políticos y la falta de mayorías estimulen nuevas narrativas capaces de leer el carácter constituyente del momento político que vivimos. Otra idea de España que no puede significar sino otra idea de Catalunya, es posible en la medida en que, antes que prefigurar los resultados finales de la confrontación identitaria, lo que favorezca sea la emergencia del poder constituyente. En este horizonte, los alineamientos que hoy parecen irreductibles se verán definitivamente trastocados y la posibilidad de resolución del conflicto avanzará tan lejos donde nos quiera llevar la política democrática. Hace falta para eso, no obstante, que avance de manera clara y rotunda esa tercera nación, ajena al enrocamiento identitario, que sea capaz de replantear el problema.