Por trece razones
Una de las series populares estos días es Por trece razones. La serie plantea el acoso escolar, en su dimensión femenina. Lúcidos los productores, tanto por apostar por problemas muy importantes como por problemas en los que hay mucha sensibilidad en estos días. La serie aporta una mirada que es muy difícil encontrar en la producción más comercial de EEUU: la mirada colectiva.
Si algo caracteriza a la ideología política del cine y las series que de allí nos vienen, es que la gran mayoría se resume en contar cómo una persona se enfrenta a una serie de problemas, y la solución está en su propia determinación. El resto de personajes están simplemente para motivar al protagonista (“me mataron a mi hija, me vengaré, ¡oh, sí!”), o son un mero apoyo para que se luzca (el secundario gracioso, el secundario que muere, el secundario que da confianza, el secundario que…).
La ideología de Hollywood nos dice que vivimos en un mundo donde solo existe la familia y algunas personas que nos sirven para cumplir nuestras ansias de venganza y poco más. Pero la sociedad no existe, la solidaridad no existe, el reconocimiento del otro no existe. Y, por vivir en un mundo como el que describen esas películas, se suicida la protagonista (la serie comienza con la protagonista ya muerta).
Este es el punto más interesante de la serie, el que nos abre la reflexión de que la existencia humana no es un individuo que lucha contra el mundo y en el que los otros son medios para conseguir nuestros fines. Nos plantea que para vivir necesitamos lazos de apoyo, solidaridad y reconocimiento, más allá de nuestra familia, sin los cuales la vida deja de tener sentido.
Cada capítulo es una herida, por esa falta de apoyo, por ser utilizada para acumular experiencias sexuales, porque sus sentimientos no son reconocidos, porque no llega la solidaridad. En una narrativa más convencional de Hollywood, habría una persona claramente responsable del suicidio, o la protagonista podría haber hecho algo que no hizo para salvarse. No es el caso. Aquí se cuenta que sí existe la sociedad, la sociedad como trama (de Norbert Elias, no de Podemos), es decir, como individuos insertos en relaciones interdependientes, donde lo que uno hace afecta al resto, de formas no previsibles, pero en las que el todo es más que la suma de las partes.
En esta serie el todo son las reglas de una comunidad, preocupada por la apariencia, por jerarquizar a las mujeres según su sexualidad, y a los hombres según su éxito (deportivo en el instituto, profesional en la vida adulta). Y la necesidad de jerarquizar hace que sea necesario que alguien quede abajo, para que se puedan lucir los que están arriba. La serie muestra que esta jerarquía se sustenta en decisiones individuales, no es un orden natural, y por tanto, puede cambiarse.
Por todos estos elementos, la serie es una buena base para discutir con adolescentes tanto sobre el acoso como sobre el modelo de sociedad y afectividad que queremos. En algunas escenas es sórdida y violenta, pero seguro que ya han visto cosas mucho peores, enmarcadas en contextos ideológicos menos críticos con el mundo en el que vivimos.
[Aviso: Spoiler]
Si bien todos tienen responsabilidad, hay un “malo más malo” en la trama. El malo es el rico, blanco, heterosexual, con éxito, sin discapacidad. Es el único malo posible si se quiere crear una historia sin herir susceptibilidades.
Hace poco, uno de los creadores de los teleñecos contaba la dificultad que tuvo para crear personajes femeninos en su momento. Si hacía un personaje masculino, el atributo que le caracterizaba era la definición del personaje. Pero si el personaje era femenino, parecía que el atributo era una forma de estigmatizar a las mujeres. Es decir, al poner de forma conjunta un atributo negativo con un personaje de un grupo subordinado, parece que se marca a todo el grupo. Así, paradójicamente, al final, el espacio neutral para mostrar atributos negativos solo es posible en los varones, heterosexuales, blancos, integrados económicamente, sin discapacidad…