Pongo en copia a tu suegro
La mejor defensa que Urdangarin, la infanta, el secretario y el propio rey pueden alegar está contenida en los propios emails: la transparencia con que se escribían unos a otros, la naturalidad con la que se comunicaban, sin esconder nada. “¿Cómo íbamos a hacer algo malo, si lo dejábamos todo por escrito, firmábamos con nuestros nombres y lo enviábamos con un vulgar email?”
Es lo más asombroso del asunto: no hablan en clave, no usan seudónimos, no esconden nada. Hablan de ellos y de terceras personas con todas las letras, lo envían por correo electrónico, y además desde cuentas oficiales: impresiona ver a un imputado –el secretario de las infantas, Carlos Revenga– escribiendo desde la dirección sec.infantas@casareal.es. Hombre, ya podía haberse abierto una cuenta de hotmail para los trapicheos.
Lo mismo sobre el rey, al que siempre llaman por su nombre, rey, suegro o incluso pomposamente “Su Majestad, Juan Carlos I, Rey de España”, para que no haya dudas de que es él, no sea que alguien piense que se trata del rey del pollo frito. A lo más que llega la imaginación de Urdangarin para la ocultación es a referirse a él como SM, o en otro momento como “quien tú ya sabes”. Por si fuera poco, avisan que han puesto en copia al rey, para que no quede ninguna duda de que está al tanto. Imagino que se lo enviarían a juancarlos.rey@casareal.es. “I have copied your father in law”, dice Corinna, una frase que bien podría valer un exilio.
No hace falta tener dos dedos de frente para saber que, si quieres que algo no se sepa, lo último que debes hacer es enviar un sms o un correo. Eso lo sabe hasta un Borbón. Así es como acaban pillando a los adúlteros, que al menos tienen la precaución de abrirse una cuenta en hotmail o identificar a su amante en la agenda del móvil con el nombre de un ficticio compañero de trabajo.
Con más motivo entre ladrones. Los mafiosos le quitan la batería al teléfono cuando van a hablar de negocios, pero estos duques y secretarios van mandando correos. ¿Son unos aficionados, por mucha escuela de negocios que tengan? ¿Son unos ingenuos, que nunca pensaron que alguien pudiese traicionarlos? ¿O se creían tan impunes que habían descuidado las más elementales precauciones?
Un poco de todo, aunque más bien se trata de otra cosa: no pensaban que estuvieran haciendo nada malo. Y no por tontos, sino por pasarse de listos. No ocultaban nada, porque no había nada que ocultar. Total, ¿qué estaban haciendo? Forrarse aprovechando las muchas puertas que abre una tarjeta de la Casa Real, hacer relaciones públicas a lo grande, intermediar para negocios espumosos, cobrar comisiones, hacer tratos con los compañeros de cacería o de cena oficial. Nada del otro mundo.
Si el duque, el secretario y la amante del rey (suena a comedia erótica italiana, sí) pensaron que no hacían nada malo, era porque no hacían ni más ni menos que otros en su entorno. Cada uno a su nivel, cada uno en su círculo, pero durante décadas este país ha estado lleno de listos que se dedicaban a lo mismo: hacer relaciones, quedar para comer, enviarse regalos y felicitarse las navidades, y entre medias apañamos un asuntillo, cerramos el trato y nos repartimos unas comisiones. “Alguna cosita para la fundación puede haber”, decía Urdangarin en un correo, a cuenta de una reunión en la que andaba. Y esa era la costumbre, ir sacando cositas aprovechando la intensa vida social que un duque tiene.
Lo mismo podríamos decir del rey, al que tampoco escondían porque, ¿qué había de malo en que estuviese al tanto de los negocios de su yerno, o incluso que le facilitase alguna gestión? ¿Qué otra cosa ha hecho el rey durante años que ser “el mejor embajador de España”, “el mejor relaciones públicas” en el extranjero, intermediando con presidentes, reyes y jeques amigos para conseguir contratos para las empresas españolas? ¿Qué habría de malo en que hiciese por su yerno lo mismo que hacía por los fabricantes de trenes AVE?
Estoy seguro de que Urdangarin no es el único que durante años ha dejado huella escrita de sus manejos. En España hay muchos que hasta hace dos días consideraban no ya legal, sino éticamente irreprochable, agasajar a cargos públicos, trabajarse la confianza con políticos y empresarios, levantar el teléfono para llamar a fulanito y que le desbloquease un trámite engorroso. Y no se escondían porque, como los granujas de Nóos, creían que había barra libre.
La impunidad genera ese tipo de inconsciencia. Les ha pasado siempre, en otro ámbito, a las dictaduras, que documentaban con minuciosidad burocrática y por duplicado ejemplar sus crímenes, convencidos de que nunca nadie les iba a pedir cuentas por sus actos. Y en España la impunidad económica ha sido norma por décadas.
No sabemos si Diego Torres guarda más munición como para imputar a la infanta. Pero si otros Diegos Torres, de los que hay muchos en este país, se dedicasen a airear correos, conversaciones y cenas, aquí acabaría imputado hasta al rey. Ah, no, espera, que es constitucionalmente inimputable, inviolable, irresponsable. Por ahí teníamos que haber empezado.