Diez años de infierno en Irak
Hace diez años algunos periodistas que estábamos en Bagdad deseábamos que la inminente invasión militar, ilegal y neocolonial, fuera paralizada en el último momento gracias al triunfo de la movilización social que a nivel mundial gritaba 'No a la guerra'. Sabíamos que las posibilidades eran casi nulas.
En las semanas anteriores al inicio de la guerra, mientras en ciudades como Madrid cientos de miles o millones de personas se manifestaban contra la operación militar impulsada por Bush, Blair y Aznar, en Bagdad la gente levantaba alambradas, muros con sacos terreros, cavaba zanjas y almacenaba comida y agua en previsión ante lo que se avecinaba.
Poco antes del comienzo de los bombardeos hubo unos días muy cálidos y soledados en la capital iraquí. El cielo de Bagdad, siempre amplio, apacible, cercano, brillaba con especial intensidad y parecía desmentir lo que se presentaba ya como inevitable: la guerra. A pesar de que apenas había duda de que los peores augurios se cumplirían, la solidaridad internacional contra la invasión fue recibida con esperanza por los iraquíes: la interpretaron como la constatación de que el mundo no miraba hacia otro lado.
Después llegó la cuenta atrás, las horas antes de la invasión, las calles vacías y toda la ciudad refugiada en sus casas, conteniendo el aliento.
Y finalmente la madrugada del 20 de marzo de 2003, y con ella el aullido de las sirenas anunciando los primeros ataques aéreos, la huella de los misiles rasgando el cielo nocturno, el primer gran temblor del suelo, los primeros gritos, los primeros muertos, una mano separada de un cuerpo en un bombardeo contra un mercado, las operaciones quirúrgicas en el suelo del hall de un hospital repleto de heridos y falto de camas, el ataque contra las centrales eléctricas que dejó a Bagdad sin agua y sin luz, sumida en la oscuridad.
Los jardines de los centros médicos se convirtieron en morgues improvisadas, donde se acumulaban cadáveres con etiquetas que decían cosas como estas: “Joven encontrado en el barrio de Al Karrada, llevaba camiseta azul”, “Niña encontrada con una mujer, se desconoce identidad”.
La Biblioteca Nacional de Bagdad fue uno de tantos lugares saqueados. Sus libros ardieron -a 451 grados Farenheit- ante la impasible mirada de una patrulla estadounidense que contemplaba la escena a poco metros. Tenían orden de no intervenir. Debían permitir que el caos y la destrucción se apoderadan del país. Aquellas lenguas de fuego devorando la historia de Irak fueron una metáfora inequívoca del futuro del país.
Recuerdo a Badía, a Yaroub, a Alí, a Ahmed, a Jamal, a Hassan, a Lina, a Tarek, el cambio en sus miradas, sus insomnios, sus pérdidas, su llanto. Algunos de aquellos amigos murieron. Otros fueron encarcelados y torturados en las cárceles de Abu Ghraib o Camp Bucca.
Otros se vieron obligados a exiliarse para salvar su vida. En total, cinco millones de iraquíes, de un país con 27 millones de habitantes, se convirtieron en refugiados a causa de la invasión y la guerra.
Algunos, tras recibir visitas de tropas estadounidenses en plena madrugada, tras ser golpeados y humillados en presencia de sus propios hijos, tras perder a seres muy queridos, pasaron a engrosar las filas de la llamada resistencia armada iraquí, que luchó contra las tropas de ocupación extranjeras.
Como ha indicado Naomi Klein, en Irak las fuerzas militares extranjeras aplicaron la doctrina del shock con el objeto de amedrantar, aturdir y anular a una población potencialmente capaz de dar la espalda a sus ocupantes.
Días más tarde del inicio de los bombardeos en Bagdad, la gente estaba aturdida, agotada, anulada. No era fácil soportar un ruido tan atronador durante horas, la tensión provocada por la incertidumbre, la duda siempre presente: “¿el siguiente bombardeo será contra mi casa, contra este edificio, contra este barrio?”.
Poco después en muchas redacciones de medios de comunicación occidentales se aceptó por buena la teatralización de George Bush, quien en mayo de 2003 aseguró que la guerra en Irak había terminado.
Pero Irak se convirtió en poco tiempo en un infierno a ras de suelo, en un escenario donde los asesinatos, los secuestros, las torturas y las violaciones estaban a la orden del día, a menudo protagonizadas por tropas occidentales. Entre 2004 y 2005 se multiplicaron los testimonios de iraquíes que denunciaban maltrato, torturas y asesinatos por parte del ejército estadounidense. Lo que estaba ocurriendo en Abu Ghraib era un secreto a voces al que nadie quiso prestar la atención que se merecía.
Hubo que esperar a la publicación de las fotografías que demostraban, de forma explícita y terrible, las vejaciones y violaciones de los derechos humanos cometidas por soldados de Estados Unidos contra prisioneros iraquíes. Solo entonces se creyó. Este Occidente ciego y sordo, inconsciente de sus propios monstruos, necesitaba ver para creer porque la palabra de los iraquíes que llevaban tiempo denunciando valía muy poco para el primer mundo.
Una división del país coordinada
Estados Unidos eligió a James Steele, veterano de la guerra de El Salvador, para entrenar escuadrones paramilitares en Irak responsables de torturas. Es una información que se ha sabido hace unos días, a través de un documental coproducido por la BBC y el diario británico The Guardian.
Aquellos escuadrones sembraron el terror en Irak y contribuyeron a provocar una guerra sectaria que debilitó notablemente el país. Además, bajo la ocupación estadounidense se impusieron cuotas de poder en función de la etnia o la confesión religiosa. De ese modo quedó establecido que el presidente de la República tiene que ser kurdo, el presidente del Parlamento, suní y el primer ministro, chií. Semejante distribución de poder contribuye a la división.
“Lo de los escuadrones de la muerte estuvo coordinado, y ya entonces lo supimos. Negroponte fue nombrado en 2004 embajador de EEUU en Irak y poco después los escuadrones comenzaron a operar. No fue casualidad. Conocíamos el pasado de Negroponte, su implicación con la contra de Nicaragua”, me relata por Skype mi amigo Yaroub Ali, que ahora trabaja en la Campaña Internacional de apoyo a los detenidos en Irak.
Protestas diez años después
En los últimos meses decenas de iraquíes han sido detenidos por participar en protestas contra el gobierno iraquí. Al menos doce personas han muerto y decenas más han resultado heridas por disparos de las fuerzas de seguridad contra los manifestantes.
“A la gente de todo el mundo: No vendan armas al gobierno de Al Maliki, las usa contra su propio pueblo”, se corea en las protestas que han resurgido en los últimos meses, contra la impunidad y la corrupción.
“Lo de las armas lo decimos en referencia a Estados Unidos, que ha vendido F-16 a Irak, y también en referencia a otros gobiernos europeos, o al español”, afirma un manifestante habitual en las protestas, Mohamed Ibrahim, en conversación telefónica.
“Se sigue torturando”
En Irak se sigue torturando y encarcelando a personas por motivos políticos. “El otro día me telefoneó un conocido que lleva dos años prisionero en la cárcel de Abu Ghraib, sin saber bien de qué se le acusa. Recientemente los presos iniciaron una huelga y la policía, como represalia, les torturó. Me lo dijo así: ‘Me han torturado, a mí, a otros muchos’. Hay una impunidad absoluta’, me cuenta Yaroub Alí.
“¿Que por qué pudo telefonearme desde dentro de la cárcel? Porque tiene dinero. La corrupción se ha instalado en todas las esferas sociales. Y también en las prisiones. Si tienes dinero puedes hasta comprar tu libertad. Este conocido mío tiene poco dinero, por eso sigue preso. Pero algo tiene, y por ello ha podido conseguir un móvil, que le durará hasta que algún funcionario se lo encuentre y se lo requise”, contesta Yaroub.
Desde la invasión de 2003 Irak bate récords de corrupción: en poco tiempo se ha situado en el octavo puesto de la lista de las naciones más corruptas del mundo, y el primero entre los países árabes.
Las secuelas
En un país donde la guerra ha dejado cientos de miles de muertos, 80.000 mutilados documentados, y más de un millón de heridos, alrededor de tres millones de personas siguen desplazadas o exiliadas, y un elevado porcentaje de la población padece depresión y enfermedades nerviosas.
En 2011, estando en Bagdad, me reencontré con Safa, un hombre que, como tantos otros allí, ha experimentado un envejecimiento prematuro a causa del infierno en que se convirtió su país.
“He contraído varias enfermedades: diabetes, hipertensión, insomnio crónico, depresión. Necesito tomar once medicinas diarias, que no puedo pagar. Las milicias me arrebataron mi casa. Lo he perdido todo”, cuenta Safa.
Los 'contratistas'
Irak sigue siendo un país trufado por puestos militares que dificultan la vida y el desplazamiento de la población, sobre todo en las grandes ciudades.
Estados Unidos sigue presente a través de la mayor misión diplomática de la historia, con al menos 15.000 personas que trabajan en varias ciudades protegidas por unos 5.000 contratistas armados y respaldados por otros 4.500 contratistas más que se encargan de la intendencia, todos ellos contratados directamente por Washington.
Miles de mercenarios más trabajan para las empresas privadas extranjeras que han desembarcado en el país para explotar el petróleo iraquí o para realizar otras tareas bautizadas con el eufemismo de “reconstrucción”.
El desempleo, la pobreza y un tejido social completamente roto a causa de la violencia que ha asolado el país durante años han dejado a Irak sumido en el desastre. A pesar de ser la segunda nación productora de petróleo del mundo, la electricidad escasea. En Bagdad el suministro eléctrico solo funciona seis horas al día.
En cuanto a las pesadillas vividas por tantos iraquíes, el desenlace es cuanto menos bochornoso. No ha sido juzgado ningún militar de alto rango por las torturas y atrocidades protagonizadas por el Ejército estadounidense. Y ninguno de los juicios contra las empresas de contratistas ha prosperado en Estados Unidos.
“El hombre mojado no teme la lluvia”
Hay un refrán iraquí que dice que “el hombre mojado no teme la lluvia”. “Ese refrán sirve para explicar por qué tanta gente en mi país dejó de tener miedo y combatió contra los ocupantes. Ya lo habíamos perdido todo. No había nada que perder”, me explica Yaroub Alí, visiblemente emocionado. Él y su hermano fueron arrestados por las tropas estadounidenses en el año 2004. Su hermano fue torturado en Abu Ghraib. Tras ello, optaron por el exilio.
Los aniversarios abren la compuerta a los recuerdos más dolorosos: “Los recuerdos que en el día a día escondemos para poder seguir adelante, para no volvernos locos”, confiesa Lina, una bagdadí que perdió a su madre en un ataque estadounidense.
“La gente se ha olvidado de Irak. Ya no está en la televisión, ni en los periódicos. Pero en mi país siguen pasando cosas gravísimas, de las que son responsables muchos”, denuncia Yaroub.
Su protesta me devuelve a la memoria el relato de otro iraquí, Yasser Mohamed, sobre un sueño en forma de pesadilla que tiene a menudo cuando duerme. En él varios dirigentes y periodistas occidentales disfrutan de una suculenta comida en torno a una mesa. De repente, sobre esa mesa, empiezan a desplomarse decenas de cadáveres de iraquíes, como si cayeran sobre la conciencia colectiva de quienes han mirado siempre hacia otro lado.
Son miles y miles los muertos, los heridos, los torturados que cuelgan, olvidados, de las páginas no escritas de nuestra actualidad, de los juicios no celebrados, de la justicia aún pendiente.
Y así, de este modo, los artífices de la catástrofe, los creadores de grandes mentiras, siguen impunes. Bush se ha reafirmado justificando la tortura en la publicación de sus memorias. Tony Blair se ha convertido en uno de los consultores mejor pagados del mundo, tarea que combina con su puesto de enviado del Cuarteto en Oriente Medio, tiene una fortuna millonaria y ha ocultado al fisco parte de sus ingresos.
Aznar actúa como asesor y conferenciante sentando cátedra y embolsándose grandes cantidades de dinero; y Durao Barroso, presidente de la Comisión de la Unión Europea, recogió recientemente el Premio Nobel de la Paz concedido a la UE: todo un símbolo.