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La vergüenza de Yusra

Ruth Toledano

En mi colegio había dos hermanas nadadoras. A una la conocía bien, estaba en mi curso; la otra era más pequeña. Todas las tardes, al salir de clase, se iban a entrenar. Nos fascinaban: sus hombros anchos, de los que colgaba la bolsa de deportes donde sabíamos que llevaban bañadores de competición, gafas especiales, gorros por los que no se colaba el agua; los andares que sugerían –o eso nos parecía- un deslizamiento sin esfuerzo en el agua, un dominio elemental; el pelo corto. Las recogía un padre envidiable: atlético como ellas, joven y entregado, bajaba de un Land Rover que hacía evocar pinares y dunas, sonreía, pasaba un brazo siempre curtido por los hombros robustos de sus hijas, las besaba y se alejaba con ellas hacia ese líquido mundo de disciplina y superación que mantenía indisoluble el vínculo de los tres. Mi recuerdo les otorga un destino amable y satisfecho.

“Qué vergüenza si me muriera ahogada, yo, que soy una gran nadadora”, dijo Yusra Mardini el otro día en Río de Janeiro. Nació en Damasco, tiene 18 años, compite en los Juegos Olímpicos como refugiada bajo la bandera del COI y ganó la primera eliminación de los 100 metros mariposa. En Siria, su hermana y ella nadaban bajo la tutela de su padre, entrenador de natación. Imagino la rutina diaria de ellos tres, tan parecida a la de mis compañeras de colegio. En 2015, la guerra destruyó la casa familiar y lo que hasta entonces eran sus vidas. Yusra y su hermana huyeron a pie, atravesando Líbano hasta Turquía, donde consiguieron embarcarse hacia Lesbos. Mardini contó en Río que se lanzó al Egeo cuando falló el motor de esa embarcación para seis personas en la que veinte, incluidos varios niños, trataban de alcanzar las costas griegas para llegar a Europa. Salvó la vida de todas ellas empujando el bote a nado durante tres horas y media, con la ayuda de su hermana y de otra mujer. Dice que lo hacía sonriendo para que los niños no tuvieran miedo. Mientras arrastraba a nado ese bote infernal pensaba en la vergüenza de morir ahogada.

La historia de Yusra Mardini ha conmovido al mundo entero, aunque es de las pocas historias de refugiados con un final tan feliz: ahora vive en Berlín con su familia, es considerada una heroína y participa en unos Juegos Olímpicos. Los Juegos, por cierto, más cuestionados y protestados de la historia, a causa de un contexto político y social, en Brasil pero también en el resto del mundo, poco favorable a celebraciones, despilfarros y negocios dudosos (beneficios fiscales para los constructores de la Villa Olímpica carioca mientras los funcionarios públicos tienen congelados sus salarios, por ejemplo). Víctima de la corrupción, el paro, la desigualdad social y la crisis institucional, Brasil no podía ser anfitrión de un evento semejante. A lo que se añade la cuestión de una seguridad que ya resulta difícil garantizar en cualquier lugar del mundo y que en Río se ha resuelto militarizando la ciudad. Aministía Internacional denuncia el aumento de la violencia policial en los últimos meses, los de los preparativos olímpicos.

El propio COI ha estado siempre inmerso en corruptelas y manejado por los intereses de sus dirigentes (a los numerosos escándalos anteriores sobre la elección de las sedes olímpicas se sumó la sospecha de soborno en la designación de Tokio 2020). Crear el Equipo Olímpico de Atletas Refugiados, que compiten bajo bandera del COI, es una decisión histórica que puede entenderse como estrategia para un buen lavado de cara. Los diez deportistas refugiados, procedentes de Sudán del Sur, Siria, República Democrática del Congo y Etiopía bien podrían convertirse en la mejor inversión moral, la que más limpiara el deteriorado prestigio olímpico. Porque el mundo entero se iba a conmover, y se ha conmovido. Con razón: sea como haya sido la organización de ese equipo, las historias personales de sus componentes solo dejarían indiferente a alguien con el corazón más duro que los bíceps de un levantador de peso. Y, en última instancia, formar ese equipo es asumir una consigna necesaria al mundo, la misma que lanzó la corredora sudanesa Rose Nathike Lokonyen: “Ser un refugiado no significa que no seas un ser humano”. Lo que importa es que esa consigna la recuerden los gobiernos y la defiendan los pueblos. Después de los fastos, también.

De la rueda de prensa en Río donde Yusra Mardini contó su trágico periplo personal lo más devastador fue la historia de su vergüenza. La que sintió ella, tan buena nadadora, ante la posibilidad de morir ahogada en el Egeo. Es devastador que, en tales circunstancia, pudiera ser Yusra la avergonzada. Porque su gesta arrastrando aquel bote durante horas es la vergüenza del mundo, su heroicidad salvando a aquellas veinte personas es la vergüenza del mundo, las sonrisas con las que alivió el pánico de los niños son la vergüenza del mundo. Y hemos llegado a conocer a Yusra solo gracias a un evento que acaso no debiera haberse celebrado. Pero hay miles de adolescentes como ella, nadadoras o no: anónimas que han dejado todo atrás huyendo de la violencia; anónimas que lo han perdido todo, incluso la vida en el Egeo; anónimas que han desaparecido solas, sin que nadie busque su rastro. Al menos la decisión del COI de crear el equipo de deportistas refugiados sirve para recordarlos. Para recordar su vergüenza, la nuestra. Como yo he recordado a aquellas fascinantes nadadoras de mi colegio y a su envidiable padre. Podrían ser Yusra Mardini, su hermana y el padre que las entrenaba a diario en Damasco.

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