Volkswagen es una excepción, el capitalismo no es así
Tranquilos, el fraude de Volkswagen es una excepción, no es la norma. Que nadie corra a sospechar de la industria automovilística, ni de las empresas alemanas, ni de las multinacionales en general. Ni por supuesto del capitalismo globalizado versión 2.1. Es la excepción, no la norma.
La norma es que las empresas respetan la ley, no engañan, no defraudan. Y cuanto más grande la empresa, más respeto, menos engaño. La mayoría de multinacionales asume su “responsabilidad social corporativa”, y muestra su compromiso con la sociedad, el medio ambiente o la infancia mediante generosas donaciones y proyectos. La propia Volkswagen lo hace.
La norma es que el capitalismo respeta leyes y regulaciones, aunque poca falta hacen, ya que podría regularse solo, mediante la mano invisible del mercado. La norma es que la búsqueda del máximo beneficio a toda costa no necesariamente exige hacer trampas.
Ya sé, ya sé: abundan los ejemplos en contra de esta idea. Uno echa la vista atrás, solo a los últimos años, y encuentra infinidad de casos. Empresas que, como Volkswagen, hacen trampas, trucan productos, esquivan controles. Empresas que tienen doble contabilidad, hacen ingeniería fiscal, defraudan impuestos, evaden capitales, recurren a testaferros, tapaderas y paraísos. Empresas que estafan a sus clientes, a sus empleados, a sus compatriotas, a sus propios accionistas. Empresas que explotan a sus trabajadores, que cierran y dejan sin pagar nóminas atrasadas e indemnizaciones. Empresas que practican dumping laboral en países pobres, hasta con niños. Empresas que pagan sobornos, comisiones, tresporcientos; empresas que financian partidos y campañas electorales bajo cuerda, que untan a funcionarios, compran legisladores y jueces. Empresas que contaminan, destruyen recursos naturales e incluso lo hacen vestidas de verde. Empresas que manipulan mercados, pactan precios, se conchaban con sus competidores para crear oligopolios. Empresas que venden mierda, productos financieros tóxicos; empresas que alimentan burbujas, manipulan índices, suben y bajan artificialmente la Bolsa, se compinchan con auditores y calificadores. Empresas que al caer arrastran países, provocan rescates públicos, dejan ruina a su paso. Empresas que espían y roban a otras empresas. Por haber, hay hasta empresas que colaboran con dictadores, financian golpes de estado, pagan a sicarios contra sindicalistas o actúan como la mafia. O son la mafia.
Suena abrumador, pero háganme caso: son todo excepciones. No son la norma. No podemos pensar mal de las multinacionales solo porque se acumulen las informaciones negativas, de la misma forma que no podemos pensar mal del gran empresariado español solo porque el ex presidente de su patronal esté en la cárcel.
Yo mantengo intacta mi confianza en el sistema económico. Estoy seguro de que se pueden ganar 13.000 millones anuales de beneficio (los de Volkswagen el año pasado) sin romper nada, cumpliendo la ley, sin trampas. No creo que, como decía Balzac, detrás de toda gran fortuna hay un crimen.
Me niego a creer, como sostiene César Rendueles en Capitalismo canalla, que el capitalismo sea malo ya de nacimiento. Cuenta Rendueles que “el mercado generalizado es de origen canalla”, y no es una forma de hablar, es literal: los primeros mercaderes de la modernidad eran auténticos granujas. De acuerdo, puede ser. Pero no pensemos que tres siglos después el capitalismo sigue en manos de canallas, solo porque el presidente del mayor fabricante mundial de coches y máximo representante de una de las mayores potencias industriales sea un canalla.