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Ruben Wagensberg y el terrorismo

Archivo - El diputado de ERC, Ruben Wagensberg, en una sesión plenaria en el Parlament en 2021

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La semana pasada se hizo público que personas y organizaciones de derechos humanos y fomento de la paz defendieron un manifiesto para reconocer la trayectoria de Ruben Wagensberg y rechazar de plano la acusación de terrorismo que pesa contra él. Destacan entre los firmantes 3 premios Nobel de la Paz, el exdirector general de la UNESCO, el especialista en mediación John Paul Lederach, así como decenas de entidades y federaciones de ONGDs de España, Siria, Afganistán, Canadá o Austria, entre otras.

Asimismo, los firmantes alertan de que las falsas acusaciones de terrorismo se están utilizando en todo el mundo para desactivar y desacreditar a disidentes políticos y movimientos sociales de protesta y exigen tomar medidas para cambiar esta realidad.

Ruben Wagensberg es un nieto de judíos polacos que huyeron de las persecuciones de los años 30 que en los peores momentos de la Guerra en Siria trabajó como voluntario en los campamentos que acogían a refugiados. A su vuelta a Barcelona impulsó y fundó, junto a Lara Costafreda, la campaña “Casa Nostra, Casa Vostra”, que culminó en la mayor manifestación realizada en Europa en apoyo a la acogida de refugiados.

Más de 500.000 personas salieron a las calles de Barcelona al son de “Volem acollir” [queremos acoger]. En 2017 decidió dar el paso a la política, incorporándose a las listas de ERC. Como miembro del Parlamento, vivió una época compleja en la que se centró en promover iniciativas de promoción de la paz social y la noviolencia que hizo compatibles con seguir trabajando, ya fuera con multitud de ONGDs o solo, en el apoyo a personas refugiadas y perseguidas en Afganistán, Ucrania, Iraq y Siria.

Tuve ocasión de colaborar con Ruben en muchas de estas iniciativas. De hecho, estábamos trabajando en una misión de apoyo a refugiados en Iraq y el Noreste de Siria cuando supo que, tras cuatro años de investigación bajo secreto de sumario, el Tribunal Supremo de España se prestaba, en plena tramitación de la Ley de Amnistía, a abrirle una causa penal por delito de terrorismo, junto a otras 11 personas, por su involucración en el caso Tsunami.

Lo que sucedió después, lo ha explicado él mismo: Ruben sintió una enorme necesidad de alejarse, de salir, de sacudirse la presión y puso rumbo a Suiza. Tras una vida dedicada a promover la paz y la noviolencia y el apoyo a los desamparados, su nombre aparecía en todos los titulares asociado al concepto de terrorismo.

Seamos claros: no existe peor estigma social que el de ser terrorista. Como palabra y concepto, “terrorismo” ha adquirido un estatus extraordinario en el discurso público de occidente. Ha desplazado, incluso, al comunismo como enemigo público número uno. Como afirmaba Edward Said: “Ha engendrado usos del lenguaje, retórica y argumentación que resultan aterradores en su capacidad para movilizar opiniones, obtener legitimidad y provocar diversos tipos de acciones represivas y violentas.”

Si te acusan de terrorismo, aún sin que exista una sentencia, tu vida será cancelada, tus cuentas bloqueadas, tus llamadas escuchadas y toda tu red pública de apoyos se va a venir abajo. Por supuesto, que se apliquen estas medidas a terroristas tiene el apoyo de gran parte de la opinión pública, pero ¿qué sucede si estas acusaciones son falsas?

Desde los atentados del 11 de septiembre de 2001, muchos gobiernos de todo el mundo, también el español, han adoptado nuevos marcos legislativos que han ampliado la capacidad del Estado para controlar, aplicar medidas intrusivas de vigilancia y restringir las libertades de sus poblaciones. Esta renovada fortaleza del Estado con demasiada frecuencia no se ha utilizado con el propósito previsto, proteger a la población contra ataques violentos, sino para procesar y reprimir a movimientos sociales, disidentes, partidos políticos u organizaciones de la sociedad civil que demandan un cambio.

Según el informe 'No me llames terrorista, cuando no lo soy' de Novact, la tendencia global es que cada vez más personas son acusadas de terrorismo. Hay países con más tradición, con decenas de miles de personas acusadas en Egipto, Turquía o Israel, y otros que muestran una tendencia al alza más reciente, como es el caso de España. Pero no es solo una cuestión de números.

Existen casos, como el de Ruben, en los que las víctimas de la persecución estatal son simplemente críticos abiertos del Gobierno. Incluso si los actores son pacíficos y apuestan por la noviolencia, a menudo se les acusa de cargos relacionados con el terrorismo en los tribunales o en la esfera pública. Es el caso también de Grupos como Futuro Vegetal: 14 activistas fueron detenidos brevemente por la Brigada Antiterrorista por arrojar pintura roja en las paredes del Parlamento.

Esto es en parte posible porque no existe una definición de terrorismo que goce de un amplio consenso a nivel internacional, ya sea en instituciones intergubernamentales o en los medios de comunicación. Como resultado, “terrorismo” se ha convertido en una palabra cargada emocionalmente y de consecuencias devastadoras, utilizada como una herramienta contra los “enemigos del Estado”, ya sea que utilicen métodos violentos o no, para deslegitimarlos ante la opinión pública.

Tal y como demandan los Nóbeles y el resto de organizaciones que apoyan a Ruben Wagensberg, es hora de abrir un debate público sobre las falsas acusaciones de terrorismo al servicio de reprimir el derecho a la protesta. La elevación del terrorismo al altar de amenaza para la seguridad nacional nos ha desviado de realizar un escrutinio cuidadoso de las políticas de seguridad domésticas del Gobierno. 

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