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Llueve sobre Jerusalén

Una bandera palestina junto a una imagen de la Macarena en un balcón de Sevilla.

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La bandera palestina ondea, en un balcón de Sevilla, junto a una fotografía de la Esperanza Macarena. Cualquier ayuda es buena para que cese la lluvia de odio sobre Jerusalén, la dorada. Para que cese la lluvia de plomo sobre Gaza, con todo un pueblo crucificado desde mucho antes de Navidad.

Como en Andalucía somos sincréticos, Juan Manuel Moreno Bonilla, presidente de la Junta, le llevó de regalo al Papa la obra de un imaginero con el enigmático rostro de la supuesta Sábana Santa, un cáliz de cerámica, incienso cofrade, una rama del olivo que plantó en la Alhambra Bono, el solista de U2 al que le gustaba Mariano Rajoy, y unos bizcochos andalusíes de unas monjas de Écija. Sólo faltaba un póster de Maimónides con una leyenda que dijese “Yo estaría en la franja con Médicos Sin Fronteras”.

La prueba del barroco andaluz gira en torno a esa visita: Moreno Bonilla le pidió a Bergoglio que orase para acabar con la sequía y las preces han sido tan efectivas que está lloviendo a cántaros, pero sobre los desfiles procesionales. El versículo “cuidado con los deseos porque pueden cumplirse” no figura en la Biblia, aunque tengo para mí que debería añadirse en alguna nueva edición del libro sagrado.

¿Cuándo pedirán los del pin parental que no les adoctrinen a los niños vistiéndoles de nazarenos o de regulares? Nunca: quienes rezaban a Neptuno, hoy rezan a la Virgen del Carmen, como vino a recordarnos Rafael Alberti

La Semana Santa transcurre en paralelo al Ramadán musulmán y al Purim judío. En Gibraltar, en Ceuta y en Melilla, los diferentes poderes públicos se personan en las principales celebraciones de dichas comunidades. Eso no ocurre, salvo contadas ocasiones, en el Estado español, supuestamente aconfesional pero culturalmente católico, apostólico y romano. Aquí, sin embargo, a algunos compatriotas, incluso muchos que gozan de la gracia de la fe, les gustaría que las creencias religiosas no confluyeran con las institucionales: ¿qué hace el Ejército luciendo palmito y uniforme ante pasos y tronos cuando a Jesucristo terminaron juzgándolo por lo militar y por lo religioso? Ya estamos haciendo presentismo, me reprocharán los fundamentalistas. ¿Qué sería de nuestra Semana de Pasión sin los legionarios pegando zancadas y el Santo Entierro sin los chopos made in Cetme boca abajo?

Ojalá fuéramos laicos como Francia, en donde la política es pública y la religión, privada; aunque peor sería, como ocurre en Gran Bretaña, que el titular de la corona fuera el jefe de la Iglesia Anglicana. ¿Imaginan a Felipe VI tocando el cajón en una reunión de la Conferencia Episcopal, para acallar a las turbas de curas trabucaires que rezan en estos días para que muera pronto el Papa Francisco y pueda encontrarse con el Supremo Hacedor?

A estas alturas de la historia y de la biografía, resulta extraordinariamente difícil disociar a la primavera del olor a azahar y a caballo, que diría Felipe Alcaraz. Somos los que fuimos, la luz de Velázquez y las tinieblas de Valdés Leal; Juan de Juni con olor a incienso, las minorías étnicas –morenos o gitanos– entrando a la vida pública por la gatera de las cofradías; los estibadores anarquistas impidiendo que sus compañeros incendiaran las imágenes y el salario del costal; Juan Luis Galiardo –yo lo vi– firmando autógrafos en las cartulinas de los capirotes de las penitentas; los cargadores en huelga a las puertas de la transición; el símbolo del amor usurpado por Queipo, el viacrucis de pago; la muerte de Lopera tras el viernes de Dolores; la chiquillería a punto de coger una alferecía bajo las túnicas de la Borriquita en un Domingo de Ramos que toque soleado. ¿Cuándo pedirán los del pin parental que no les adoctrinen a los niños vistiéndoles de nazarenos o de regulares? Nunca: quienes rezaban a Neptuno, hoy rezan a la Virgen del Carmen, como vino a recordarnos Rafael Alberti: “Déjame esta madrugada/ lavar tu llanto en mi pena,/ Virgen de la Macarena,/ llamándote camarada”.

La emoción de la saeta sigue estremeciéndonos también a los ateos como nos fascina el cántico de los almuédanos, la música de la Torá o los mantras tibetanos. Quizá no creamos en sus dioses, pero creemos en las sociedades capaces de construir belleza

El Gran Teatro del Mundo, querido Calderón, ocurre cada año en las calles de mi tierra. ¿Cómo sustraernos a semejante espectáculo? ¿Nos hubiéramos ausentado de la ostentosa entrada de Cleopatra en Roma? La emoción de la saeta sigue estremeciéndonos también a los ateos como nos fascina el cántico de los almuédanos, la música de la Torá o los mantras tibetanos. Quizá no creamos en sus dioses, pero creemos en las sociedades que son capaces de construir belleza incluso sobre las cenizas de la superchería.

¿Qué podremos, en cambio, construir sobre las cenizas de Gaza? Ojalá que Hamás devuelva a los rehenes, pero ni el millar de muertos del atentado del 7 de octubre ni los 33.000 arrasados por la genocida maquinaria de guerra de Israel podrán ser devueltos a la vida. Quizá esté lloviendo también sobre Jerusalén, como llueve sobre nuestros corazones, pero los palestinos bajo un torrente de metralla y de supremacía, como en el viejo cantable de José Feliciano, están viendo cómo clavamos sus cruces sobre el monte del olvido.

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