Algún francés puede haber pensado ya que la pornografía no forma parte del sexo, sino del deseo, que su función principal no es la de mitigar una abstinencia obligada redecorando la práctica milenaria de la masturbación, sino la de multiplicar nuestro imaginario erótico y hacernos partícipes de una infinita fantasía. Visto así, no cabe duda de que la pornografía es mucho más variada que la más variada de las vidas sexuales, motivo por el cual cualquier Casanova o Emmanuelle voracísimos frecuentan los sites porno con idéntica frecuencia a la de un nerd o una chica rechazada. Quizá la pornografía en internet sólo es enfermiza cuando constituye toda la vida sexual de una persona, cuando pasa de vicio a norma, cuando pierde su condición complementaria y se enseñorea de lo sustancial.
El negocio del deseo encuentra en la pornografía su manifestación más honesta. Mientras en la serie Juego de tronos se programan dos escenas de sexo casi explícito por episodio o en los supermercados se contrata siempre de cajera a la más guapa –y los espectadores y clientes creen que les encanta esa serie y hacer cola en ese supermercado-, el porno deja las cosas claras desde el principio: va a jugar con nuestras frustaciones para hacer dinero.
La pornografía es un sector industrial parasitario: evoluciona y se mantiene en función de lo que inventan otros. Desde la cámara fotográfica a la word wide web, desde el wrestling a los programas televisivos de Gran Hermano, el pornógrafo se apropia de todo y lo corrompe enseguida desde el sexo. ¿Por qué no un Youtube sólo de vídeos eróticos? ¿Qué tal dibujar a Lisa Simpson follando con Bart? ¿Y un telediario donde la locutora dé las noticias con los pechos al aire? La alianza entre internet y el porno ha sido buena principalmente para el porno; y para las compañías telefónicas.
La evolución del ciberporno podría servir como partitura para cualquier estudioso de la historia de nuestro tiempo. Si algo sucede en el mundo, sucede primero en el porno. Las primeras páginas de contenido sexual que surgieron en la red eran traslaciones más o menos apresuradas de la película guarra de toda la vida, de la revista del abuelo y de las páginas de prostitución de los periódicos. El evangelio de la web 2.0 propuso en su momento que el internauta debía ser el protagonista de todo el tinglado, es decir, aportar contenidos. La cara oscura de esta estrategia empresarial fue que, gratuitamente, la gente le hacía el trabajo duro a las compañías de Palo Alto (pues en realidad lo fatigoso no es armar una estructura –una web- sino mantener vivo el relato), mientras que su aspecto positivo fue que esa misma gente empezó a quitarse la ropa.
El porno amateur es el producto estrella del negocio en nuestros días, principalmente porque no parece un producto, ni un negocio: parece la vida.
Dice Greil Marcus en Rastros de carmín. Una historia secreta del siglo XX que un concierto punk llevaba al espectador a la siguiente epifanía: “Esto está pasando ahora”. La sensación de estar contemplando algo auténtico, y muchas veces simultáneo al propio visionado, incontrolable, y donde todo puede suceder –y, por tanto, puede que no suceda nada- ha marginado para siempre al artificio tradicional del erotismo. Porque queremos hechos reales; queremos programas de televisión donde los contertulios se tiren los vasos a la cabeza o en los que entrevisten a tipos que viven en Tailandia y nos abren las puertas de su casa; queremos películas rodadas con la cámara del móvil –a ser posible, el mismo que tenemos nosotros-; queremos autoficción y, sobre todo, en cuanto sea posible, queremos hacerlo nosotros mismos.
Do it yourself. Hazlo tú mismo, aunque sea cutre; sobre todo nos gustará si es muy cutre.
Antes de que se popularizara la grabación de vídeos sexuales entre los internautas, y de que esos mismos internautas o sus parejas despechadas o un amigo bastante despreciable los subiera a las plataformas de pornografía, ya se produjo esa mezcla de lo sexual y lo contingente, del coito y la circunstancia. El sexo en lugares públicos tomó fácilmente la delantera al sexo palaciego, pues resultaba mucho más morboso ver a los actores porno follar en un tren real junto a pasajeros reales que hacerlo en el decorado más sádico imaginable. En Japón alguna empresa de contenidos sucios ideó una caja con ruedas construida con espejos; en ella cabían dos personas y un cámara. Los espejos, desde el interior, no operaban como tales, sino como vidrio perfectamente transparente.
La producción consistía por tanto en ver cómo dos personas tenían sexo en mitad de la plaza de Shibuya, rodeados por miles de personas que sólo veían un extraño contenedor especular. También descabellada y meritoria ha sido la invención del gag del repartidor de pizzas. Se pide uno de estos productos y se espera a que se efectúe la entrega. La supuesta clienta recibe al repartidor en bragas, o desnuda, o simulando haber sido pillada mientras se daba una ducha, ay. Una cámara oculta en el recibidor permite ver la cara, la incomodidad, la dificultad para dar el cambio del azorado repartidor de pizzas.
El porno amateur eliminó de la ecuación al actor porno y, por ello, las empresas de pornografía empezaron a producir vídeos que parecieran amateur, lo que, en una nueva pirueta de esta interminable persecución del rijo ajeno, dio lugar a un tag fascinante: real amateur.
Imitar lo real y lo aficionado no parecía tan fácil como se pensaba. La esencia del porno amateur es que está filmado en un solo plano, normalmente el que ofrece una cámara colocada sobre una silla. Eso hace que muchas veces, por los vaivenes del quererse, los amantes queden recortados o fuera de plano, o sus zonas más sugestivas en la parte ciega del cuarto. Nada más difícil para un director de cine porno que no enfocar los genitales de sus actores.
Viendo vídeos porno amateur uno puede pensar que la gente folla constantemente en calcetines; pero también puede darse cuenta de que nueve de cada diez parejas hacen exactamente lo mismo. La calidad erótica de un vídeo amateur, por tanto, no depende de lo que sus protagonistas hacen, ni siquiera de lo atractivos que sean, sino de cómo su chapucera forma de filmarse da, por casualidad, en planos y atmósferas que resultan excitantes.
Grabarse desnudo, fornicando, masturbándose o en la ducha, es una tentación a la que no parecen oponer resistencia hombres ni mujeres, fontaneros ni concejales, Pamela Anderson o Severina Vuckovic. Los espejos nunca fueron suficiente: sentimos curiosidad por vernos follar, ansiedad por permanecer jóvenes y felices, orgullo incontenible de estar haciéndolo con alguien mucho más guapo que nosotros. Por eso se hacen vídeos; por eso queremos que todo el mundo los vea.
El porno amateur debía embridarse hacia la caja registradora, y así surgieron espacios web que facilitaban su difusión y visionado. Cam4 y Amateur.tv podrían ser un ejemplo. Gratuitos y abiertos a usuarios sin registro, estos sites permiten a cualquier persona convertir su dormitorio en un estudio de televisión y emitir su intimidad. Visitarlos produce vértigo, en principio. Al ser emisiones en directo, el aficionado al porno se encuentra con que no puede adelantar el vídeo, con que no sabe lo que va a pasar en esa pantalla y con que realmente hay una persona en algún lugar del mundo que está dejando que la mire. Esa frustración de no poder adelantar la realidad y situarla en un minuto más desvestido es la que exacerba nuestro interés por lo que estamos viendo, incluso si se trata de una pareja que fuma y toma cervezas durante media hora mientras decide si hace algo.
Sin embargo, bastan unas pocas visitas a Amateur.tv para darse cuenta de que la mayoría de los supuestos ciudadanos liberados que nos ofrecen su sexualidad en el site son trabajadores. Este descubrimiento –sugerido por la repetición de unos determinados patrones estéticos en las mujeres, por la solicitud con la que atienden las peticiones de los comentaristas y por la procedencia geográfica que anotan en sus perfiles: países en vías de desarrollo- socava enseguida el principio básico del porno amateur: que sea la vida. Nadie en su sano juicio considera el trabajo vida.
Aunque el encanto del porno amateur parece imbatible, es probable que, finalmente, resulte un paso previo a la profesionalización de algunos de sus practicantes. Enseguida se deben de dar cuenta del dinero que están haciendo ganar a los creadores de las webs donde emiten. Esta monetización del propio cuerpo pasa por hacerse con una marca personal –un seudónimo- de resonancias incendiarias, y por generar un argumentario erótico fácilmente reconocible. Es lo que, en buena medida, han hecho empresarias del exhibirse como Sasha Grey, Ariel Rebel o Feluccia Blow, todas dispuestas a mostrarte sus vídeos más imaginativos si pagas la cuota de inscripción.