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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Bachillerato en estéreo

Rafael Reig / Rafael Reig

El bachillerato no es asunto frecuentado por la poesía, quizá porque desde la antigüedad es la propia poesía la que es un bachillerato en sí misma. El otro día, paseando con Miguel Roig, compré la traducción renacentista de Sánchez de Viana de las Metamorfosis, de Ovidio, por tres euros, en la librería Pérez Galdós de la calle Hortaleza. Basta echar un vistazo al índice para darse cuenta de que el libro constituye, entre otras cosas, un programa de enseñanza completo, que comienza con “el caos y la creación del mundo” y acaba con la historia contemporánea (la “apoteosis de César”).

Como en tiempos actuales, Ovidio, por supuesto, era una LOGSE que enmendaba la plana al programa de estudios vigente hasta el momento, la Eneida, de Virgilio. El nuevo bachillerato de Ovidio era, por así decir, más helenístico y menos ático que el antiguo plan virgiliano, modernizado con las hechuras de Calímaco y Propercio.

Lo que una persona culta tenía que saber se aprendía leyendo poemas. De rerum natura, de Lucrecio, Virgilio u Ovidio recogían y explicaban todo lo necesario sobre historia natural, agricultura, zoología (incluyendo la fantástica), historia militar, meteorología, geografía, física y química o educación para la ciudadanía.

Para no hablar de los mitos, que no son más que el archivo general en el que la especie humana ha ido depositando lo que sabemos acerca de nuestras propias emociones, de cómo debemos actuar, pensar y sentir.

De hecho, esto ha sido así hasta hace nada, porque cuando leo a los clásicos me reencuentro con mi padre (que se educó en los jesuitas), y al que me parece volver a oír en los hexámetros de Virgilio, porque el fondo de armario de la visión del mundo de alguien de su edad todavía estaba repleto de clásicos. Aunque manejaba sin titubeos la regla de cálculo (era ingeniero) y no tenía estudios de letras, para mi padre aún era corriente decir como si tal cosa “una salus uicti” y que sus amigos completaran: “nullam sperare salutem”, tal y como hoy en día se cita de corrido a Los Soprano (segunda temporada) o la letra de las canciones.

Francamente dudo mucho que hayamos salido ganando los que hemos sido víctimas del BUP o nuestros hijos, en manos de la ESO, para no hablar de los que vengan tras el diluvio catastrófico del ministro Wert.

Hay que admitir que, como todo bachillerato, el poético también es tributario del poder político, y sobre Virgilio u Ovidio se extiende la (alargada) sombra de Augusto, igual que la (no menos siniestra) sombra de Wert oscurece lo que van a aprender ahora en los institutos. Qué le vamos a hacer, si hasta en las servidumbres vamos menguando y tenemos que someternos a tipos cada vez más insignificantes.

El principio con el que organiza Ovidio su plan de estudios es vanguardista y quizá hoy sería llamado transversal. Lo expone ya en el primer verso: “In nova fert animus mutatas dicere formas / corpora”, es decir: mi ánimo se propone hablar de las formas convertidas en cuerpos nuevos.

He aquí el elemento unificador del temario: las transformaciones (o metamorfosis). Las miles de historias que componen el plan de estudios ovidiano tienen como elemento común una transformación (o Die Verwandlung, tal y como explicaría más tarde en la pizarra el profesor Kafka, empleado en una academia de recuperación de Viena).

La transformación es una manera de explorar la propia identidad y además un ejercicio óptico que nos permite cambiar el punto de vista, mirar con nuevos ojos lo ya conocido (y a nosotros mismos). Podría afirmarse que todo relato es siempre la historia de una transformación, desde Apuleyo a Kafka, desde la que convierte a Lazarillo en Lázaro hasta la que lleva a Alonso Quijano hacia don Quijote.

En el fondo, se trata de la concepción del desorden como modo de conocimiento. Para entender y entendernos, se puede ordenar la realidad y escribir una Encyclopédie, con cada cosa en su sitio y además en orden alfabético, pero también se puede hacer todo lo contrario: desordenar algo para verlo mejor. En general, los poetas eligen la segunda opción.

En clase lo suelo explicar así: si cambias algo de sitio, lo miras de nuevo por primera vez y descubres algo que no habías visto nunca, lo conoces mejor. Por ejemplo, los estudiantes me ven todos los días, pero siempre en mi sitio, en la tarima, escribiendo en la pizarra. Basta que un día uno de ellos se encuentre conmigo en un bar de copas para que entonces sea cuando crea conocerme mejor o incluso de verdad. Sólo el desorden, la posibilidad de cambiarme de sitio, le permite verme con más claridad: ese estudiante que me ha encontrado fuera de sitio creerá sin duda (y con razón) que me conoce mejor que sus compañeros, que sólo me han visto en mi sitio.

La poesía, por lo tanto, desencadena un desorden, una transformación, gracias a la cual se revela la identidad que la costumbre había hecho invisible, la naturaleza verdadera de lo que ha sufrido una metamorfosis.

Sin duda que hoy ya no podemos renunciar a un bachillerato enciclopédico, a una enseñanza racional basada en el orden, a estudiar logaritmos y el sistema periódico. Al menos desde la Ilustración, la finalidad básica del bachillerato es proporcionar un contexto que nos permita organizar la información.

Pero ¿acaso por eso tenemos que desprendernos del bachillerato poético, el que nos enseña a sacar las cosas de quicio y de contexto, a ponerlas patas arriba y desordenarla hasta que queden en evidencia, a verlas en un lugar donde nunca habían estado?

En mi opinión, nuestra formación será coja y tuerta si no hacemos también una reválida poética. Sólo aprenderemos de verdad si estudiamos en estéreo: al mismo tiempo mediante el orden y mediante el desorden.

Cuando me senté a leer (quiero decir: a releer) el libro primero de las Metamorfosis, sólo con el primer whisky ya recorrí la creación del mundo a partir del caos, las cuatro edades de la humanidad, el momento en que los dioses, como todos los creadores, deciden corregir su creación y pasarla a limpio, mediante un diluvio universal, y así llegué a ese punto en que, rodeados de agua, ya sólo quedan vivos una mujer y un hombre, Deucalión y Pirra.

Al imaginar el silencio sobrecogedor del planeta anegado sentí lo que debió de sentir Aldrin al poner pie en la superficie de la luna, cuando sólo pudo decir: “Beautiful, beautiful, magnificent desolation” (Hermoso, hermoso, una desolación magnífica).

Entonces se oye la voz del último hombre (¿o del primer hombre de nuevo sobre la tierra?), que se dirige a su prima y esposa:

O soror, o coniunx, o femina sola superstes,

quam commune mihi genus et patruelis origo,

deinde torus iunxit, nunc ipsa pericula iungunt,

terrarum, quascumque vident occasus et ortus,

nos duo turba sumus; possedit cetera pontus.

Que es como si dijera, más o menos:

¡Oh, hermana! ¡Oh, esposa! ¡Oh, única mujer superviviente! Unida a mí por lazos de familia y linaje, y luego por la cama, y ahora unidos por los propios peligros. Nosotros dos somos la multitud, toda la humanidad que pueden ver el amanecer y la noche: el resto, los demás, están en poder del agua.

Nos duo turba sumus”: nosotros dos somos todos. Ésa es la enseñanza del bachillerato: tú y yo podemos ser una multitud, toda la humanidad (por lo menos algunas noches).

El problema, para Pirra y Decaulión, es cómo conseguir otra humanidad entera a partir de ellos dos. Preguntan a los dioses y Temis acude en su ayuda, aunque en confusos hexámetros, como es costumbre divina: les aconseja que tiren los huesos de su madre a su espalda, por encima del hombro.

Qué barbaridad, se dicen el uno al otro, pero qué barbaridad, hasta que se dan cuenta de que Temis les habla en sentido figurado: su madre es la tierra, así que arrojan piedrecitas (los huesos del planeta).

Las que tira Decaulión, al caer al suelo, se convertirán en ciudadanos hechos y derechos; las que arroja Pirra, en muy decentes señoras.

El propio Ovidio se pregunta entonces entre paréntesis: “Quis hoc credat, nisi sit pro teste vetustas?

Muy cierto: ¿Quién se creería esto, si no tuviera a la antigüedad por testigo?

El problema es precisamente ése: al expulsar del bachillerato a los clásicos grecolatinos, ya nadie podrá dar testimonio y los nuevos bachilleres, incapaces de interpretar la realidad, estarán indefensos, tomarán las palabras de Temis (o de la autoridad competente) al pie de la letra.

Acabarán desenterrando cadáveres y tirando a sus espaldas los huesos de sus antepasados.