La cartelera cinematográfica crea, a veces, inesperadas sincronías y abre, así, la posibilidad de que cada uno elabore esas sesiones dobles con (doble) intención que antes proporcionaban los muy añorados cines de repertorio. Así, el espectador con ganas de visitar dos salas en una tarde —esa rara avis ya— tiene el (pintoresco) aliciente de disfrutar (o sufrir) dos declinaciones de un mismo Adrien Brody en el contexto de sendos institutos de secundaria de ficción: en El profesor, de Tony Kaye, encarna a un interino que enlaza sustitución tras sustitución encontrándose, por el camino, con personajes que parecen la cristalización (o la supuración) de la vocación de mensaje de la película; mientras que en High School, de John Stalberg, es el camello pasado de vueltas que perseguirá hasta la misma puerta de las taquillas a los adolescentes fumetas que le han sisado la hierba. Las dos películas encarnan dos modelos de representación de la vida de instituto que parecen algo gastados por el uso: por un lado, la película humanista con vocación de mensaje, que sobreactúa tanto sus buenas intenciones como hacía el Jim Carrey de 1997 con sus cucamonas gestuales; por otro, la comedia teenager que usa el entorno como mero telón de fondo de un slapstick lúbrico-canábico.
La sistemática devaluación institucional —en el caso de nuestro país, más que de devaluación habría que hablar de demolición— de la enseñanza pública y la progresiva transformación de las dinámicas de aula —mixtas, multirraciales y problemáticas en un sentido muy distinto al que proponía Semilla de maldad (1955)— parecen estar reclamando a gritos otras aproximaciones. Como la que, sin ir más lejos, proponía La clase (2008), de Laurent Cantet, cineasta que ha vuelto a tratar el tema de la educación —o, más bien, el tema de la autodefensa y el incipiente activismo protofeminista en un entorno educativo hostil— en su último trabajo, la mucho más clásica, menos brillante y definitivamente frustrante Foxfire, que, a su vez, parece la versión apagada y dócil de una de las películas más extrañas, vivas, arrogantes y libres que se estrenan esta semana: Damiselas en apuros, de With Stillman, mirada un tanto marciana a un enclaustrado dandismo femenino orientado a bajar la tasa de suicidios femeninos en el entorno académico.
Lo que (nos) pasa en el sistema educativo está muy bien explicado en la dialéctica profesoral que establecía The History Boys (2006), de Nicholas Hytner, una notable adaptación de la obra teatral de Alan Bennett que, en una de las pasadas ediciones del festival de Gijón, se encontró al habitual público hipster con la ceja arqueada y la inercia descalificatoria del perdonavidas cool medio. El sistema educativo es el cuadrilátero donde libran un pulso (civilizado) dos maneras de entender el asunto: la del orondo, viejo y caótico profesor Hector, capaz de transmitir a sus alumnos el dionisiaco placer de la cultura y el conocimiento a través de una dinámica red de conexiones; o la del expeditivo, eficaz y joven profesor Irwin, dispuesto a entrenar a su alumnado con la eficacia del estratega militar… Dispuesto, en definitiva, a enseñarles cómo escalar profesionalmente, cómo obtener las mejores calificaciones y, en definitiva, cómo progresar sin que importe demasiado el cargamento inútil —en definitiva, una concepción orgánica, integral y viva de la cultura— que se deja atrás.
Otra forma del mismo problema aparece planteada en la justamente célebre cuarta temporada de The Wire: en ella, David Simon y Edward Burns —que pasó del cuerpo de policía a la enseñanza pública— describen el perverso mecanismo que, desde el aula, parece no dejar otra salida profesional para el joven afroamericano de clase baja que el mercadeo tóxico de mala esquina. En las aulas de Baltimore, la inminencia de las elecciones municipales infla las calificaciones de una enseñanza pública humillada… sin que los mecanismos del poder se pregunten qué porcentaje de conocimiento se ha lanzado a la cuneta.
La película más inquietante sobre la educación que este articulista ha tenido ocasión de ver se estrenará a principios de año y en ella no aparecen ni institutos, ni profesores de secundaria: es The Master, de Paul Thomas Anderson, una aproximación oblicua a los orígenes de la Cienciología y, también, un pulso entre un Maestro y un Discípulo en la América post-traumática que emergió tras la Segunda Guerra Mundial y que ya nutrió el imaginario pesadillesco de Shutter Island (2010), de Martin Scorsese. Entre otras muchas cosas, la película habla de la educación como herramienta (maléfica) de sumisión y conformidad, como instrumento para implantar (en definitiva) el lenguaje del poder en cabezas vulnerables. Conviene, pues, preguntarse por qué quienes ahora rigen, capan y deforman nuestra política educativa han estado tan preocupados por el supuesto potencial subversivo de la Educación para la Ciudadanía o del aprendizaje de otras lenguas que no sean el inglés —una lengua hermosa que ellos parecen contemplar como esperanto neoliberal— en las aulas: quizá sea porque ellos sí que tienen claro, al igual que el Master concebido por Pâul Thomas Anderson, para qué debería servir esto que unos y otros llamamos educación, pero que, hoy por hoy, más bien parece un campo de batalla.