Sobre los placeres del látigo

  • El escritor Suso de Toro reflexiona sobre el trabajo del crítico Ignacio Echevarría y sobre sus palabras en la entrevista concedida a Diario Kafka.

Actualización: 17 de diciembre de 2012, 12:27.

Ayer publiqué este texto referido al trabajo del crítico Ignacio Echevarría a raíz de una entrevista en este mismo lugar; y tomando como base fundamentalmente un error, un recuerdo errado, le atribuí a él algo que no le correspondía, por lo que le pido disculpas al citado crítico.

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Muchas cosas se me hicieron lejanas y viejas pero leyendo la entrevista al crítico literario Ignacio Echevarría me volvió a la boca un sabor desagradable que tenía olvidado. Me refiero a la brutalidad, de eso se trata, que postula para criticar obras literarias y que le parece natural practicar incluso con la primera obra de un autor. Como me imagino que no desconoce todo lo que arriesga un escritor en un libro, se apuesta él mismo, entiendo que le produce un tipo de placer actuar así, no le censuro la búsqueda de placer pero creo que ese modo de actuar es puramente destructivo. Entre ser un publicista de una editorial o un grupo de comunicación y hacer burla y propinar azotes en público hay mucho espacio para ejercer el oficio con dignidad y utilidad para el público, los autores y la literatura. Y entre ejercer un oficio con libertad y ejercerlo caprichosamente también.

Y naturalmente que este comentario es un asunto personal, detrás de lo que escribimos estamos nosotros, también cuando un crítico reseña un libro, pues recuerdo perfectamente el efecto que me produjo una reseña suya de un libro mío, “Trece campanadas” en su edición en castellano, hace justamente diez años. Entonces era un escritor en lengua gallega que vivía de su profesión aunque tenía serias dificultades para ejercerla en Galicia, también tenía esperanzas puestas en el libro en el que había trabajado años, me había divertido escribiéndolo y me gustaba el resultado. Por otro lado parecía un buen momento profesional, un editor había venido a visitarme a mi ciudad para ofrecerme la edición de la novela y reeditar otros libros anteriores en una colección propia. Ni que decir tiene que en aquel momento la reseña en “El País” era muy importante para mí. Recuerdo perfectamente que la leí en el mostrador del bar de un hotel de Valladolid y me dejó helado, el reseñador se burlaba del autor de la novela valiéndose de una falsía: en el libro hay varias voces narradoras, una de ellas es la de un personaje evidentemente peculiar y un tanto disparatado, y Echeverría me atribuía a mí como narrador su confuso discurso. A mi lado estaba un escritor, José María Merino, y sólo pude decir, “¡Este tío ni leyó la novela, me atribuye a mí como narrador lo que dice un personaje!”. Pero me la tuve que tragar.

¿Debí mandar una carta al diario protestando por el daño a mi trabajo de un crítico que había sido sobre negligente destructivo? ¿Un crítico que no había cumplido con su trabajo y que en cambio perjudicaba directamente a un escritor? Entonces no tenía interlocución en ese diario y el crítico parecía evidente que tenía buen asiento en aquellas páginas, me lo tragué hasta hoy pero siempre recordé lo que me pareció su prepotencia irresponsable. Afortunadamente el libro se fue defendiendo solo hasta hoy, pero además en esos días el “Prestige” quedó a la deriva y cuando volví a casa “La Vanguardia” me propuso hacer un reportaje sobre el desastre, en cuanto pisé la costa y leí las primeras líneas del mensaje negro que iba llegando comprendí que todo lo anterior quedaba atrás y que había que atender urgencias más importantes que aquel alarde de incompetencia profesional y prepotencia irresponsable.

Prepotencia irresponsable creo que fue lo que le hizo publicar la reseña de la mencionada novela de Bernardo Atxaga, “El hijo del acordeonista”. Como me correspondió formar en un jurado de los Premios Nacionales al año siguiente de la publicación de ese libro tuve que considerar el libro y, aunque no es mi preferido entre la obra de Atxaga, es una novela con elementos muy personales del autor y, por lo tanto, con valor literario legítimo. No merecía el despellejamiento público que fue la crítica que le propinó, un tratamiento que se le puede dar absolutamente a cualquier libro dependiendo de nuestra buena o mala fe. Como no desconozco los interiores de la política editorial y mediática de aquellos años no se me oculta que el libro era el desembarco de Atxaga en los medios del grupo Prisa, pero el apoyo que proporcionaba a un libro o autor ese grupo era algo que apetecíamos la mayoría de los narradores de entonces y creo que eso es legítimo si uno no se traiciona. Y ése era el caso de Atxaga. El periódico en el que Echevarría era influyente diseñó realmente el panorama cultural español tres décadas y en ese diseño cabían las notas de color de un escritor en catalán, otro en gallego y otro en euskera, con la condición de que fuesen “buenos” y emitiesen mensajes “razonables”. Atxaga tenía que ser el “escritor vasco bueno” que resultase aceptable pero entiendo que él no aceptó ese juego, cosa que lógicamente retrasó su avance profesional en España.

En aquellos años el terrorismo era un tema que estaba ayudando a delimitar, alimentar y fraguar una corriente ideológica muy asentada desde entonces en medios culturales españoles y que finalmente acabó fraguando en un partido político impulsado por Rosa Díez y Fernando Savater, y a los vascos les tocaba posicionarse claramente ante un tribunal mediático madrileño, fuesen cocineros o escritores. Atxaga se definió públicamente contra el terrorismo, lo criticó e incluso apoyó a una formación de izquierdas, “Ezker Batua”, claramente fuera de ese campo ideológico, pero no bastaba. Imagino que lo que se le exigía implícitamente era que renegase de si mismo, que se “convirtiese”, y no lo hizo. Se puede estar de acuerdo o no con la interpretación que Atxaga hace en esa novela de la violencia en el País Vasco, pero es una visión sincera y veraz de un drama complejo que creo que no se puede comprender completamente sin ella. Los que no hemos vivido ese drama debiéramos tenerla en cuenta con respeto al menos. La novela es política y la crítica de Echevarría también lo es, al escritor le es legítimo hacerlo pero creo que al crítico no lo era: su reseña no es la de un crítico literario sino la de un militante de una corriente ideológica contraria a la del escritor. En resumen, no es ética.

Por otro lado, al ser el lanzamiento de la novela una operación editorial de alcance el daño que le hacía con una crítica tan demoledora era mayor. Y me queda una última pregunta, ¿no merecía ese autor ser tratado como tal con respeto, o al menos con cortesía? Y es que no acepto ese prestigio que tiene para algunos la maledicencia, la ofensa gratuita o la misma falta de respeto. Mucha confianza debía de tener en su posición en el periódico para despacharse del modo en que lo hizo, no le deseo a casi nadie que pierda su trabajo y tampoco a Echevarría pero creo que se equivocó al sobrevalorar su poder y también al no aceptar algún límite. Por lo que veo en esta entrevista reciente no revisó sus criterios o sus actitudes y debo decir que me sorprende un poco, el tiempo y estos tiempos parecen aconsejar revisar todas las cosas que dábamos por hecho.

Pero, en fin, tampoco tiene tanta importancia la labor de un escritor o la de un crítico, la vida es absolutamente valiosa pero cabrona y breve como para no aprender alguna lección y algo de humildad. Aunque Echevarría, si ha leído esto, podría contestar a esta pregunta, ¿verdad que duele? Pues lo mismo les ocurre a los escritores.