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El cine siempre miente

Jordi Costa

Al comienzo de Fraude (1973), Orson Welles, como todo ilusionista honesto, pone las cartas sobre la mesa para que el espectador pueda descifrar el truco: afirma que va a contar toda la verdad y nada más que la verdad durante una hora. No menciona lo que va a ocurrir en los veintinueve minutos siguientes. En esa primera hora, Welles se confiesa: se reconoce embaucador y rememora esa adaptación radiofónica de La guerra de los mundos de H.G. Wells que le permitió construir una pesadilla paranoica en tiempo real. Después, construye un fascinante retrato de Elmyr de Hory, el falsificador de arte que, con su precisa ejecución de estilos apropiados, formuló interesantes preguntas para cuestionar la autoridad de quienes velaban por la estabilidad de las jerarquías culturales. El retrato de Elmyr de Hory se guardaba una sorpresa en la recámara: en un punto estratégico del relato, la película coloca el foco sobre Clifford Irving, el biógrafo del falsificador que, quizá influenciado por su objeto de estudio, acabó vendiendo unas memorias falsas del reclusivo Howard Hughes. Después, es Welles quien empieza a mentir, contando una falsa historia sobre su musa Oja Kodar reconvertida en modelo ocasional de Pablo Picasso: una situación que nunca tuvo lugar y que, conviene reconocerlo, lleva el desenlace de la película hacia el espinoso terreno del kitsch íntimo, protagonizado por un creador portentoso y un objeto de deseo capaz de relativizar su sentido del pudor.

Esa mentira explícita en el interior de Fraude acaba, con todo, diciendo la verdad: una verdad que atañe al espíritu lúdico de Welles, a su despreocupación –a esas alturas de su carrera y de su deriva existencial– por firmar una obra perfecta y, por supuesto, a su relación con Oja Kodar. De lo que se puede sacar la conclusión de que el cine, un arte fundado en la mentira, siempre acaba diciendo, inevitablemente, la verdad.

En la introducción a su monumental The Story of Film: An Odyssey (2011), Mark Cousins también define al cine como “una mentira que dice la verdad”, recurriendo a las imágenes que abren Salvar al soldado Ryan (1998) de Steven Spielberg: el desembarco de Normandía recreado en la playa irlandesa de Curracloe, con un deslumbrante despliegue de aparato técnico, para proporcionar al espectador la ilusión de una experiencia en primera persona más veraz –y verosímil– que los documentos gráficos tomados sobre el terreno.

En el nacimiento del cine están, al mismo tiempo, la supuesta verdad (los Lumière) y la supuesta mentira (Méliès), que fueron dos formas contrapuestas de decir la verdad. O dos distintas verdades: la verdad del realismo, que acabaría inspirando uno de los más sólidos corpus teóricos sobre ese arte recién nacido –el ¿Qué es el cine? de André Bazin y su poética del realismo, sustentada en la honestidad expresiva y dramática del plano secuencia y en la irrefutable veracidad documental de un material fotográfico en el que quedaba impresionada la huella directa de lo real– y la verdad del sueño, de esa materia onírica que encontraría su expresión idónea en una corriente de veinticuatro imágenes por segundo que quizá podría estar reproduciendo el ritmo de nuestro subconsciente.

En Después del cine, el libro de Àngel Quintana que podría funcionar como la respuesta digital al texto de Bazin, el crítico aborda los nuevos desafíos y perplejidades surgidos de ese tránsito tecnológico que cambia radicalmente la esencia misma del cine. El paso, en suma, del negativo al píxel. De nuevo, un mismo desafío ha generado dos respuestas: nuevas poéticas de lo real que privilegian el cuerpo –el gran tema de otro de los más sobresalientes textos críticos editados en la pasada temporada: Cuerpo a cuerpo de Domènec Font– y que liberan al medio de sus dificultades para negociar con el flujo del tiempo real.

La idea de falsificación en el cine se transforma en una paradoja aparentemente irresoluble: el cine siempre miente, incluso cuando está diciendo la verdad. Y viceversa.

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