Adiós, Saura
El maestro caminaba solo y nadie lo reconocía. Yo quería darle la mano y decirle que su película Deprisa, deprisa, que vi cuando tenía apenas doce años, me había empujado más tarde a estudiar cine. Lo alcancé en la esquina de Bleury y Sainte-Catherine y le dije «Saura, usted cambió mi vida». Me miró como a un chicle seco y aplastado en una estación de tren, me hizo callar con la mirada y siguió caminando. Deprisa.
Las esquinas de Montreal tienen eso: es difícil encontrarse con una personalidad local, pero no es imposible toparse con Kusturica, que ya vino un par de veces a esta ciudad a tocar en la calle con su imponente banda neo-gitana, o con Andie MacDowell paseando su caniche, ya menos agraciada que en Cuatro bodas y un funeral. La anécdota de Saura ilustra bien una característica funcional de Montreal: por aquí desfila el mundo, mitad adulado y mitad ignorado. La larga sucesión de festivales –jazz, cine, teatro, circo, música africana, canción francesa, gastronomía, cultura latinoamericana– funciona como una eterna cinta transportadora por la que todo pasa a la velocidad de una caja de supermercado. Todo pasa, todo se mezcla y todo se olvida.
El castillo en España
En la cultura francesa, la expresión construir un castillo en España es sinónimo de utopía. Una versión afirma que la frase fue acuñada por los descendientes del príncipe francés Henri de Bourgogne, quien al verse privado de toda herencia por ser el hijo menor del rey, partió allá por el año 1.100 a la conquista de tierras en España donde construir magníficos solares para él y para los caballeros que lo acompañaron en su pequeña cruzada inmobiliaria.
Los quebequenses suelen usar esta expresión para denotar un sueño imposible, pero le agregan otro sentido: como aquí hace un frío cruel durante casi siete meses al año –al momento de escribir estas líneas la temperatura es de 30 bajo cero– el castillo en España pasa a ser utopía de riqueza, pero sobre todo de calor y de una jarra de sangría frente al mar o a un olivar. A lo épico se agrega lo práctico, para que no quede duda de que, aunque hablemos en francés, seguimos estando en América del Norte.
La ruta de la seda
El día en que los transportes y la tecnología hicieron que la cultura universal fuera –en teoría– accesible, esta ya era de por sí inabarcable por su extensión. El número de buenos libros escritos, de obras visuales y musicales, multiplicado por el tiempo de lectura, contemplación o escucha, excede desde hace siglos la duración de una vida humana. Esta ambición derrocada cedió su lugar al principio del azar dirigido: el hombre ilustrado de hoy, tataranieto del universalista del siglo XIX, debe conocer un puñado de clásicos –selección sobre la que pocos se ponen de acuerdo– y luego dejarse guiar por su instinto para armar el resto de su bagaje.
Por estas latitudes, quienes ponen la oferta cultural sobre los escaparates, los Marco Polo del espectáculo y la edición que traen colores y olores de otras tierras, parecen haberlo entendido bien: en la misma temporada se abre el telón sobre Shakespeare, Ionesco, y sobre obras contemporáneas del terruño en francés y en inglés.
Acá llegamos a un punto central que no se puede omitir si uno aspira a dar un relato honesto de este rincón del mundo: Montreal es a Canadá lo que Barcelona es a España. La supervivencia del francés bajo tres siglos de dominación británica –sí, aquí también tenemos una reina– tomó la forma de un enorme movimiento independentista en los últimos cuarenta años. Ya van dos consultas populares perdidas por margen estrecho y por eso mismo la cuestión no está cerrada. Esa tensión entre lenguas y ciudadanías, entre proyectos y lealtades cruzadas, terminó pariendo una oferta cultural de cuño único.
El revisionismo de la historia de los Québécois, como ha sucedido en Argelia, Armenia o en muchos países latinoamericanos, se declinó en poesía, música, pintura, literatura y sobre todo en teatro. A todo esto se sumó en el siglo XX una inmigración sistemática desde todos los continentes, de la cual soy apenas un ejemplo más. La ruta de Katmandú le aportó especias desconocidas al guiso anglo-francés local. Los inmigrantes que nos interesamos por la cultura fuimos a la vez compradores de sedas exóticas y camellos de carga.
Necrofilia
Uno de los lugares más interesantes de Montreal hoy en día es la nueva sala de conciertos del Museo de Bellas Artes. La iglesia protestante de piedra marrón transformada en galería y sala de conciertos tiene en sus enormes ventanas algunos vitrales originales del mismísimo Louis Comfort Tiffany. El museo, como toda gran institución norteamericana, cuenta con sus mecenas millonarios que a golpes de lingote lograron grabar sus nombres en el mármol de los frontispicios. Es que lograr que un edificio público en Montreal lleve el nombre de uno equivale a comprarse un título de nobleza. Otra quimera que recuerda al mentado castillo en España.
Pero lo más curioso del nuevo pabellón Pierre Bourgie es justamente el mecenas que lo volvió posible: un hombre extremadamente rico que hizo fortuna incinerando y enterrando a sus conciudadanos. El último espadachín de la música y la pintura en Montreal es un sepulturero melómano.
Deprisa, deprisa
En estos días se habla mucho en los medios de la “caducidad programada”: todo producto contiene su propio fin y la fecha de ese fin ya fue arbitrariamente decidida por su creador. Los publicistas ya no se empeñan en utilizar las palabras durabilidad, fortaleza, indestructible o duro como el acero. Ahora el énfasis solo recae en el placer, el lujo, la performance, lo efímero y lo provechoso. Uno de los pocos productos donde las ideas de dureza y eficiencia siguen estando asociadas es el Viagra.
En lo que a la cultura concierne, aquí la caducidad programada no hace excepción alguna. Como en los personajes de Deprisa, deprisa, el principio ya contiene el fin. Las salas llenas no perpetúan un espectáculo (en mi país natal, Argentina, la obra de teatro la Lección de anatomía de Carlos Mathus estuvo en cartel más de 35 años). La oferta es enorme, casi siempre de buena calidad, y llega desde todos los rincones del planeta: es inabarcable.
Yo, como mis vecinos de ciudad y de butaca, nativos o exiliados del mundo, navego por esta vorágine poniendo las mismas objeciones inútiles. Y como ellos, a fuerza de oponerme a tanto vértigo, terminaré abrazando esa idea absurda de construir un castillo en España.