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Lope, desmelenado.

Hay en Fuenteovejuna una acotación, al comienzo del tercer acto, que en cierto modo desencadenará la violencia de los villanos contra el Comendador, hasta acabar con la cabeza cortada del tirano coronando una pica vengativa. Poco antes el Comendador ha raptado, en plena boda, a Laurencia para satisfacer su voracidad sexual, asumiendo tener derecho de pernada sobre sus villanas. Suponemos que el malo de la obra ha violado a la aldeana, pero Lope se cuida de no mostrar los momentos más escabrosos –las torturas a los vecinos del pueblo, el ensañamiento con el cuerpo vencido y muerto del Comendador- que son narrados con ágiles elipsis o representados fuera de la escena. Tampoco este de la violación a Laurencia, aunque esa información había que hacerla llegar al público. La acotación dice: “Sale LAURENCIA, desmelenada”. Así leído, hoy, esas tres palabras pueden decir poco, apenas una sugerencia de la atribulación de la buena mujer, que tal vez ha escapado de sus captores. Pero el público de Lope -que abarrotaba el teatro en el Siglo de Oro- conocía la convención de que el pelo desmelenado, despeinado, era un símbolo de violación por parte del poderoso hacia la mujer. Poco después, en la propia boca de Laurencia, se oye: “¿Qué dagas no vi en mi pecho? /(…) Mis cabellos, ¿no lo dicen?”. El matiz de esa acotación, que nosotros, criaturas desdichadas del siglo XXI, tenemos que interpretar, era mensaje claro para el destinatario de su época, que por otro lado no debería ser un ejemplo de sutileza. Los directores procurarían exagerar la visualización de ese desmelenamiento de la pobre Laurencia, pero no necesitaban más trazo grueso para que los asistentes a la obra siguieran los hechos con claridad.

Se me ocurre que esa posesión de claves, propia de una época determinada y un género como la comedia del Siglo de Oro, que va quedando desvirtuada conforme el paso del tiempo emborrona el significado de esas claves, y pasan a requerir una explicación en su momento vana, es comparable a la necesidad, para disfrutar de todos sus matices, de una “educación” lectora respecto del cuento o relato corto, dos nombres de pila para la misma criatura. El cuento, como el teatro, por su necesaria concentración narrativa, utiliza la elipsis, lo no dicho, se vale del arte de la sugerencia, de la alusión y de la elisión, en busca de esa pieza perfecta –pero breve, siempre breve- que haga que su lector, al finalizar el texto, tenga la sensación de que ha leído algo que tiene sentido por sí mismo, sin mayores requerimientos explicativos. El lector de cuentos, conforme se adentra en ese vicio, se aveza en el manejo de tales claves, y lee en pocas páginas mucho más de lo que hay en ellas. Así, no se le hace el cuento demasiado corto, ni cree que allí falta algo, como le ocurre al típico lector de novelas que se acerca a la lectura de cuentos con anteojeras quevedianas o poca inclinación hacia su disfrute.

De esta carencia de lecturas de relato proviene el frecuente desprecio que hacia él muestran aquellos que dicen no haber nada de valor en ciertos cuentos. En realidad lo que ocurre es que, si leen en ellos la acotación: “Sale LAURENCIA, desmelenada”, piensan que la chica viene de levantarse de la cama o muestra su descuido o su afán de mujer leona. No interpretan que ahí se esconde, a la sordina, toda una tragedia.

Hay en Fuenteovejuna una acotación, al comienzo del tercer acto, que en cierto modo desencadenará la violencia de los villanos contra el Comendador, hasta acabar con la cabeza cortada del tirano coronando una pica vengativa. Poco antes el Comendador ha raptado, en plena boda, a Laurencia para satisfacer su voracidad sexual, asumiendo tener derecho de pernada sobre sus villanas. Suponemos que el malo de la obra ha violado a la aldeana, pero Lope se cuida de no mostrar los momentos más escabrosos –las torturas a los vecinos del pueblo, el ensañamiento con el cuerpo vencido y muerto del Comendador- que son narrados con ágiles elipsis o representados fuera de la escena. Tampoco este de la violación a Laurencia, aunque esa información había que hacerla llegar al público. La acotación dice: “Sale LAURENCIA, desmelenada”. Así leído, hoy, esas tres palabras pueden decir poco, apenas una sugerencia de la atribulación de la buena mujer, que tal vez ha escapado de sus captores. Pero el público de Lope -que abarrotaba el teatro en el Siglo de Oro- conocía la convención de que el pelo desmelenado, despeinado, era un símbolo de violación por parte del poderoso hacia la mujer. Poco después, en la propia boca de Laurencia, se oye: “¿Qué dagas no vi en mi pecho? /(…) Mis cabellos, ¿no lo dicen?”. El matiz de esa acotación, que nosotros, criaturas desdichadas del siglo XXI, tenemos que interpretar, era mensaje claro para el destinatario de su época, que por otro lado no debería ser un ejemplo de sutileza. Los directores procurarían exagerar la visualización de ese desmelenamiento de la pobre Laurencia, pero no necesitaban más trazo grueso para que los asistentes a la obra siguieran los hechos con claridad.

Se me ocurre que esa posesión de claves, propia de una época determinada y un género como la comedia del Siglo de Oro, que va quedando desvirtuada conforme el paso del tiempo emborrona el significado de esas claves, y pasan a requerir una explicación en su momento vana, es comparable a la necesidad, para disfrutar de todos sus matices, de una “educación” lectora respecto del cuento o relato corto, dos nombres de pila para la misma criatura. El cuento, como el teatro, por su necesaria concentración narrativa, utiliza la elipsis, lo no dicho, se vale del arte de la sugerencia, de la alusión y de la elisión, en busca de esa pieza perfecta –pero breve, siempre breve- que haga que su lector, al finalizar el texto, tenga la sensación de que ha leído algo que tiene sentido por sí mismo, sin mayores requerimientos explicativos. El lector de cuentos, conforme se adentra en ese vicio, se aveza en el manejo de tales claves, y lee en pocas páginas mucho más de lo que hay en ellas. Así, no se le hace el cuento demasiado corto, ni cree que allí falta algo, como le ocurre al típico lector de novelas que se acerca a la lectura de cuentos con anteojeras quevedianas o poca inclinación hacia su disfrute.