Apesadumbrada por la noticia, mi vecina me comunicó esta mañana el fallecimiento de su nevera, heredada de su madre. Tras casi sesenta años de generoso servicio, el aparato exhaló su último aliento frío, dejando a mi vecina en la orfandad del mercado de consumo contemporáneo, que a partir de ahora la obligará a adquirir un promedio de dos neveras por década.
Si el dicho de que todo tiempo pasado fue mejor es una falacia que repetimos como una letanía estúpida, no lo es tanto afirmar que, en la mayoría de los casos, los productos fabricados en épocas pretéritas duraban varias veces más que los actuales. Esta moderna fatalidad, que los ingenuos explicábamos con la socorrida afirmación: “Todoloquesefabricaenchinaesunaporquería”, encontró al fin su razón en el concepto de “obsolescencia programada”. El objeto de calidad, cuya principal virtud residía en el duradero uso que habría de garantizarnos, pertenece a la época en la que el capitalista era un gordo ignorante de su elevada tasa de colesterol, lucía bombín, y fumaba gruesos puros que echaban volutas de humo tan densas como las orgullosas chimeneas de las fábricas. A pesar de su carácter grotesco, la imagen se corresponde con la era de un paradigma socioeconómico basado en valores sólidos y duraderos. De allí que el producto lanzado al mercado debía reflejar, como si se tratase del signo portador de un mensaje, el incuestionable dogma de la solidez, la confianza, y la certidumbre prometidas por el sistema.
Hoy en día, esa imagen ha caducado definitivamente. El capitalista es ahora vegetariano, practica jogging, desde luego no fuma, y prefiere las gorras de visera Paul Shark o Hugo Boss. Aprovecha las características de una época en la que, junto con los hielos de Groenlandia, todos los valores que se asentaban sobre el firme suelo de los estados nacionales se disuelven, y los vapores resultantes ascienden hacia el cielo ilimitado donde la compañía Apple los almacena en la nube.
Estas nuevas condiciones son excelentes para la prosperidad de la “obsolescencia programada”, que ahora sabemos se refiere al hecho de que el diseño y la fabricación de un producto debe optimizarse con el fin de asegurar su corta vida, obligando al consumidor a empeñarse en un ciclo de gasto encadenado. Pero nos quedaríamos cortos si solo viésemos en la obsolescencia programada un fenómeno meramente técnico, al servicio de una política de mercado. Desde luego, es mucho más que eso. La obsolescencia programada es un concepto filosófico, tal vez uno de los más importantes de las últimas décadas, una metáfora del tiempo en la modernidad tardía, un auténtico reflejo de cómo el capitalismo actual se nutre de algunos elementos claves de la subjetividad humana, sobornándolos en su beneficio.
El deseo humano es constante en su insistencia, pero su satisfacción es siempre paradójica. Soñamos con una satisfacción que nos colme, y si acaso la alcanzamos es solo para descubrir lo efímero de su duración. Deseamos “eso” y a la vez sentimos que en verdad esperamos “otra cosa”. El deseo no se contenta jamás con su objeto. Se afana en su búsqueda, siempre frustrante, roza tangencialmente su meta, y se empecina en avistar un más allá por lo general disperso e innombrable. De allí que el objeto de consumo actual, programado no solo para caducar en su materialidad física sino fundamentalmente en su valor imaginario de fetiche, es el señuelo ideal para ofrecerle al deseo, puesto que posee la propiedad mágica indispensable: una exacta mezcla de placer y decepción que garantice la fidelización del sujeto al espejismo del consumo. ¡Qué dulce dolor causa en el alma comprar el nuevo smartphone y enterarnos, ese mismo día, que la marca acaba de anunciar la salida del siguiente modelo para los próximos meses! Creíamos haber tocado el cielo con las manos, pero el encanto fue fugaz. No obstante, debemos estar agradecidos de que nuestra vida encuentre así una renovación de su sentido, y que el deseo recargue su movimiento eterno hacia la nada.
La obsolescencia programada es un estilo de vida, correspondiente con la forma en la que hoy se hacen y deshacen los lazos sociales. La pareja (a excepción por ahora de aquella constituida entre la madre y su hijo) también está condicionada por la lógica de la obsolescencia programada. Los famosos ya están advertidos, y someten sus uniones a cláusulas contractuales cada vez más afinadas, puesto que la producción sobre la durabilidad del amor está a punto de ser tan fiable como la de un lavavajillas.
Poco a poco, la O.P. extiende su finalidad primaria hasta convertirse en el nuevo paradigma social. La advertencia “Best before...” (“Consumir antes de...”) es casi lo mejor que define nuestra realidad contemporánea. Todo debe ser sacrificado en el sagrado altar de la caducidad, y no hay mejor objeto de consumo, ya sean personas o cosas, que aquel que se consume en el fuego fatuo de la fugacidad.
Quién sabe, tal vez la O.P. constituya un nuevo orden social, capaz de administrar y regir la ontología moderna. Por ahora, solo un objeto parece escapar a ese lecho de Procusto: la duración de la vida. El ideal tecnocientífico, en vez de buscar el modo de acortarla, la prolonga más de lo debido, y al final las cuentas de sanidad y pensiones descuadran los presupuestos y complican los proyectos biopolíticos. Hace unos años vi en Londres un corto en el que los seres humanos al nacer eran programados con su fecha de caducidad en función de los parámetros que contemplaban la extracción social y la dotación genética. Podría ser una solución limpia, ordenada y eficaz para restablecer las cuentas de la Comunidad Europea. Los alemanes, que en estas prácticas son muy habilidosos y disciplinados, deberían inspirarse en la idea y elaborar un plan con fondos del BCE. Según su juicio, los del sur somos proclives a despilfarrarlo todo, con lo cual quizás nos convenga una obsolescencia algo más anticipada que la de los ciudadanos de países austeros.
Y ya que estamos inspirados, ¿por qué no proponer una obsolescencia programada para políticos? La mayoría de los nuestros ha caducado hace varios años, y nadie parece querer darse cuenta. Bien vista, la filosofía de la O.P. podría ofrecer posibilidades hasta ahora insuficientemente exploradas.
A veces el neoliberalismo se vuelve sentimental, y no acaba de sacarle todo el partido posible a sus propios ingenios...