Para miedo, el que ha dado siempre la muerte, y en especial la que en el siglo XIV provocó la peste negra, una enfermedad infectocontagiosa que solo en Europa se llevó por delante a 25 millones de personas, un tercio de su población.
Pero la muerte no había sido siempre así de horrorosa. Si leemos las vidas de santos que escribió Gonzalo de Berceo en el siglo XIII, nos daremos cuenta de que la muerte se entendía entonces como la puerta de entrada a la verdadera vida y no como el macabro fin al que estaban abocados los miembros de todos los estados sociales.
¿Por qué cambia esta visión? ¿Por qué la idea de la muerte se asocia a partir del siglo XIV con el horror?
La virulencia de la pandemia de peste negra que devastó el continente durante casi un siglo y el sufrimiento de los infectados, que morían entre fiebres, dolores de cabeza, escalofríos e hinchazón de los ganglios linfáticos convertidos en fístulas supurantes, no debió de ayudar precisamente a que la muerte se viera como algo plácido y liberador.
Pero este cambio ideológico —advertido por primera vez en la amarga imprecación contra la muerte que hace el Arcipreste de Hita en el desenfadado Libro de Buen Amor (1330)— responde también a una modificación de la estructura social.
Me explico, aunque ya lo he dicho en otra parte:
La aparición de la primera burguesía capitalista en el siglo XIV dinamita las estructuras feudales y facilita, entre otros cambios ideológicos y culturales, la aparición del individualismo: la sensación de que somos irrepetibles, de que somos dueños de nuestro futuro y sobre todo de que Dios ha puesto el mundo a nuestros pies para que disfrutemos de sus delicias.
Entendida así la vida, la muerte se convierte en una auténtica putada. No me extraña que durante todo el siglo XV los aspectos más macabros de la muerte se conviertan para aquellos hombres en una auténtica obsesión.
La muerte en la Edad (multi)Media
A finales del siglo XIV las iglesias —primero las francesas y luego las del resto de Europa— habían empezado a decorar sus paredes con cuadros en los que se veía a la muerte —representada por uno o varios esqueletos— bailando con damas, con mercaderes, con clérigos y hasta con el mismísimo Papa.
Un par de ejemplos.
Lo que viene a continuación es un fragmento del fresco de la Iglesia de San Roberto, perteneciente a la comuna La Chaise-Dieu, en el departamento del Alto Loira, en Francia, donde puede verse de izquierda a derecha a un esqueleto que le quita el tocado a una dama, a otro que le roba la bolsa a un comerciante, a un tercero que acosa a un clérigo y a otro más a la derecha robándole las llaves de San Pedro al Papa.
En la Iglesia de la Virgen de Bera, en Yugoslavia, hay unos frescos góticos donde tres esqueletos de aspecto pavoroso invitan a un rey, a una dama y a un mercader a que bailen con ellos en la danza de la muerte.
Me imagino al predicador francés o al yugoslavo señalando desde lo alto del púlpito estas ilustraciones pintadas en la pared de sus iglesias y enfatizando el mensaje que querían transmitir: que la muerte era la gran igualadora social y que todo el mundo independientemente de su estado tendría antes o después que bailar con ella.
Ya he dicho en otro Regreso al futuro que la Edad Media fue una etapa mucho más audiovisual que la nuestra, aunque solamente fuera porque entonces la mayoría de la gente no sabía leer.
La única manera que tenían los predicadores de transmitir el miedo a la muerte y la necesidad de hacer buenas obras o de confesar los pecados era a través de esas herramientas multimedia llamadas sermones, que combinaban el audio del clérigo con el impacto visual de esos esqueletos tan horribles.
Como un Guillermo del Toro de hace 800 años.
Pero no solo había danzas pintadas en las paredes de las iglesias. También había danzas literarias, textos escritos en verso (para poderlos memorizar fácilmente) en los que la muerte conversaba brevemente con un representante de cada estamento social, antes de obligarlo a que participara en su macabro baile.
La Danza General de la Muerte
En castellano solo conocemos una de esta danzas literarias –la Danza general de la muerte-, inspirada en un modelo francés. Está copiada —no sabemos por quién— junto a otras obras en un manuscrito que se conserva en la Biblioteca del Monasterio del Escorial.
Comienza nuestra danza con un prólogo de pocas líneas en el que se manifiesta el propósito de la obra: que todas las criaturas adviertan la brevedad de la vida y hagan caso del predicador que les aconseja hacer buenas obras para obtener el perdón de los pecados.
A continuación habla La Muerte, que recuerda su poder para llevarse en cualquier momento a cualquier persona y la seguridad de que antes o después a todos nos llegará nuestro turno.
Qué miedo.
A continuación toma la palabra El Predicador, que insiste en la idea de que todo el mundo morirá independientemente de su estado y su dinero. No hay escapatoria: lo único que se puede hacer es gemir las culpas y decir los pecados para obtener el perdón. Y hay que hacerlo sin dilación porque la danza general de la muerte... empieza ya.
Las primeras en ser llamadas al baile, las teloneras, son dos hermosas doncellas, cuya belleza —dice La Muerte— ella misma convertirá en fealdad; cuyos palacios —asegura— tornará en sepulcros malolientes y cuyos manjares —atención al realismo macabro— serán sustituidos por gusanos royentes que coman de dentro su carne podrida.
¡Que se desnude El Santo Padre!, ordena La Muerte al Papa. ¡Que empiece a saltar! Ha pasado —dice— el tiempo de las indulgencias, ha pasado el tiempo de las celebraciones en grande aparato y ha llegado el momento de la muerte. ¡Danzad, Padre Santo, sin más detardar!, le grita con desprecio.
Desvalido, toma la palabra el Santo Padre, que se lamenta de haber perdido su poder, y que recuerda los tiempos en los que tuvo benefiçios e honras e gran señoría.
No te enfades, le contesta La Muerte. De nada te sirve ahora el manto rojo, ni predicar bulas ni dar beneficios: aquí moriredes —le dice— sin ser más bolliçios.
Y llama al siguiente, a El Emperador.
Este esquema —queja por tener que morir y respuesta de La Muerte, que proyecta sobre cada danzante un brutal resentimiento— se repite ahora con El Emperador y luego con el resto de personajes: Cardenal, Rey, Patriarca, Duque, Arzobispo, Condestable, Obispo, Caballero, Abad, Escudero, Deán, Mercader, Arcediano, Abogado, Canónigo, Médico, Cura, Labrador, Monje Benedictino, Usurero, Franciscano, Portero, Ermitaño, Contador, Diácono, Recaudador, Subdiácono, Sacristán, Rabí, Alfaquí, Santero y resto de los Mortales.
La Danza general de la muerte ha sido considerada siempre sátira social. Que La Muerte hable con tanto desprecio a los poderosos (Aquí perderedes —le dice a El Emperador— el vuestro caudal que atesorastes con gran tiraría faziendo batallas de noche e de día) indica que su autor era muy consciente de las injusticias sociales y del abuso de los altos estados.
La insistencia del autor en el carácter igualitario de la muerte, su empeño en recordar que a todo el mundo le llegará su hora al margen de su posición social es una manera de reconocer la existencia de privilegios injustos y de desigualdades.
Desigualdades, por cierto, que no son corregidas en el mundo, sino después de la muerte, en una hipotética vida de ultratumba.
TAREA: lee la Danza general de la muerte, que es muy cortita (puedes encontrarla en la antología de Julio Rodríguez Puértolas titulada Poesía crítica y satírica del siglo XV), y di si te parece una sátira que ataca el orden social o por el contrario una pieza literaria que sirve como válvula de escape: los gemidos de El Papa o el sufrimiento de El Emperador o de El Obispo a la hora de morir canalizarían, según esta idea, el descontento, el resentimiento y el malestar de los lectores/escuchadores/espectadores, actuando de bálsamo sobre la superficie social irritada y evitando un estallido de violencia.
Preguntado de otra manera: ¿cumplen las danzas de la muerte un papel parecido a Twitter? ¿Canalizan la rabia y la conciencia de la injusticia? ¿Desactiva —como hace Twitter con cada tweet indignado— el recurso de la población a violencia?
(Las reproducciones de los frescos que ilustran este artículo han sido tomadas del segundo volumen de la Historia de la literatura universal de Martín de Riquer y José María Valverde, publicada por Planeta, donde se puede encontrar alguna más).