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Las estrellas, los huesos y el psicoanálisis

Jordi Costa

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Una visita de periodistas al rodaje de Quantum of Solace (2008), el penúltimo Bond, me permitió conocer el Observatorio Paranal en el desierto de Atacama, en Chile. Divididos en grandes grupos, los invitados tuvimos el muy relativo privilegio de contemplar, de lejos, algunos detalles bastante irrelevantes del rodaje —Daniel Craig corriendo en la lejanía, mientras disparaba al suelo: otros grupos tuvieron menos suerte y se tuvieron que conformar con la misma acción ejecutada por el doble de luces— y la no siempre gratificante obligación de entrevistar a parte del equipo artístico y técnico de la superproducción. Recuerdo que me chocó escuchar en boca de Mathieu Amalric, que ejercía de villano en la película, unas declaraciones que parecían descalificar la labor de su predecesor Mads Mikkelsen y que, si proyectamos hacia el futuro la lógica del discurso, también le afeaban la conducta venidera al Javier Bardem de Skyfall: su villano, decía Amalric, iba a ser tan sutil como el papel pintado, a él no le iba a hacer ninguna falta llorar sangre.

El largo tiempo de espera para atender los dos asuntos —la parca mirada al rodaje, la larga serie de entrevistas— dejaba un generoso margen para visitar el Observatorio y para perderse en la residencia, de sofisticada arquitectura retrofuturista, de los astrónomos y trabajadores del lugar. De hecho, a Marc Forster, director de la película, parecía interesarle más esa residencia que el observatorio: una característica localización bondiana, una incongruencia formalista, un pedazo de futuro en medio de ninguna parte.

Dos años después del estreno de Quantum of Solace, Patricio Guzmán, director de la monumental La batalla de Chile (1977-80), estrenaba Nostalgia de la luz (2010), cuyas imágenes recorrían el desierto de Atacama para contar algo muy distinto a lo que narraba esa aventura bondiana que jugaba a aislar a 007 en el vacío para enfrentarlo a un malo invisible como un buen papel pintado. En Nostalgia de la luz, Guzmán habla de esos astrónomos que miran al cielo en busca de respuestas, de rastros del origen y, en definitiva, de sentido. Pero la película también aborda otra búsqueda: la de los cuerpos de los desaparecidos durante la dictadura de Pinochet en un desierto de Atacama convertido, también, en fosa común de la infamia. La mirada de Guzmán busca una rima entre ambas búsquedas, entre la astronomía entendida como una arqueología celeste, como el rastreo de luces que ya no existen, y la necesidad de hurgar en la memoria de un trauma nacional no resuelto. Nostalgia de la luz utiliza las estrategias de la poesía para articular un discurso que es, al mismo tiempo, político y filosófico, alrededor de las contradicciones de un país que, como el nuestro, se empeña en reprimir la memoria bajo la obsesión de esbozar un futuro (que aquí ha llevado, directamente, al No Future, o a Eurovegas). Un país condenado, como el nuestro, a una psicopatología que, en buena lógica, estaría pidiendo a gritos su psicoanálisis. No hay que obviar que el último cine chileno ha encontrado a uno de sus cachorros más comprometidos en Pablo Larraín, hijo del político Hernán Larraín, de la UDI, quizá movido —perdonen el exceso— por la terapéutica necesidad de matar al padre, como atestigua su trilogía Tony Manero (2008), Post Mortem (2010) y No (2012).

Esta semana, Patricio Guzmán visita Madrid para presentar Nostalgia de la luz en la Cineteca del Matadero: la película se proyectará hasta el próximo domingo 16 de diciembre gracias a una iniciativa de crowdfunding movida por la pura pasión cinéfila y la necesidad de compartir un título esencial que nuestros circuitos de distribución comercial han pasado por alto —a pesar de que Televisión Española participase en la producción—. La campaña para traer Nostalgia de la luz a España —iniciativa que también ha logrado garantizar su futura edición en DVD—, plantea un tema interesante en el que convendría ahondar en una futura columna: la transformación del cinéfilo en espectador/distribuidor, sobre el telón de fondo de unas inercias de consumo que —entre la interpretación interesada del concepto de cultura libre por parte de un amplio censo de ex–espectadores y la atrofia del gusto del sector de la distribución y la exhibición especializada ante un mercado menguante— han dado una estocada mortal a la racional circulación de películas más o menos minoritarias. Ver Nostalgia de la luz esta semana en Madrid también tiene otros estímulos más allá del placer de disfrutar de la excelencia: encontrarse con una película que se formula las preguntas adecuadas frente a una voluntad de amnesia colectiva; un modelo de discurso que, de hecho, nos hubiese venido muy bien encontrar en nuestro cine de la Transición. La obra de Patricio Guzmán llega cuando aún sobrevive en las salas Skyfall, la película de Bond que siguió a esa aventura con clímax en el desierto de Atacama en la que el agente no se preguntó ni por la luz de las estrellas, ni por los huesos enterrados bajo la arena. Por lo menos, en la película de Sam Mendes 007 sí que parece plenamente consciente de que ha sido su propio pasado —el trauma fundacional, la muerte de los padres, la orfandad, la adopción por parte de una Madre Terrible— lo que le ha modelado y definido. Incluso Bond ha entendido, en definitiva, cómo resolver el pulso entre olvido y psicoanálisis.