Cosima Dannoritzer mira un momento la pequeña grabadora digital que recoge sus palabras durante esta entrevista: “Si a este chisme tuyo, por ejemplo, se le muere algo dentro, todo lo que tengas ahí ya no podrás recuperarlo”. De eso trató su documental del año 2006, que técnicamente podría calificarse “sobre los formatos electrónicos”. Mejor decir sobre la precariedad de nuestra memoria y su caducidad anunciada: dentro de muchos años, abriremos un viejo álbum de fotografías. Pero hoy mismo es difícil recuperar lo que alguna vez grabamos en un casete. El disquete es un artefacto prehistórico, el CD-ROM suena a flor de un día. ¿Y qué hay entonces de lo que se nos quedó allí dentro? ¿Dónde y cómo lo recuperaremos?
Y en ese año 2006, esta joven alemana que vive entre Barcelona y Berlín se encontró en medio de una inmensa montaña de cacharros. Era un vertedero de artefactos electrónicos. “Había un montón de monitores, televisores… y yo pensaba: no parecen muy rotos. Parecían nuevos, sólo que en alguna empresa habían decidido cambiarlos por una serie nueva. Y yo me preguntaba: pero si no están muy rotos, no entiendo qué pasa aquí. Tal vez sólo tenían alguna pequeña avería, una tontería allí dentro, pero nosotros ya no sabemos arreglar nada... Y luego pensaba en lo que siempre dice la gente mayor, que antes se arreglaba todo. O eso es nostalgia o en verdad es así”.
Así comenzó lo que sería un exhaustivo trabajo de documentación, viajes, producción. “Un documental es un proceso muy largo. Y éste no es, como habrás visto, un documental barato. No es uno de esos que vas con la cámara por la calle y coges a alguien y lo filmas. No, aquí se trataba de viajes, material de archivo, y yo quería poner los documentos en pantalla, no quería que pareciera que me basaba en rumores. Esto significó, por ejemplo, viajar a Nueva York, buscar los documentos, luego pedir el acceso, luego la copia. Yo estaba allí buscando información. Mientras, el productor buscaba dinero y también imágenes de archivo. Luego, cuando empezamos a rodar había una productora organizando. Cámara, sonido… Fueron unos tres años en total, a veces con momentos algo tensos, o tristes, porque no sabía si podría seguir adelante. Por otro lado, esa espera, esa morosidad fue buena para la investigación, porque cuando escribes a un archivo digital tardan tres meses en contestarte. Nada aquí fue en plan rápido”.
La obsolescencia programada.
Comprar, tirar, comprar merece ser visto más de una vez. Es narrativamente poderoso y parte de nuestra relación con los objetos para llevarnos, sin empujarnos, a nuestra relación con la vida. Fue un suceso creciente desde su primera emisión, y hay profesores de secundaria que lo han convertido en un trabajo de altísimo interés para sus alumnos adolescentes.
Puede contarse de muchas maneras, incluso como una novela de intriga y espionaje en la que un chico de Barcelona llamado Marcos intenta arreglar su impresora. Pero allí donde va a Marcos siempre le dicen lo mismo: “La reparación será muy cara, te conviene comprarte una nueva”. Como buen héroe de relatos de intriga, Marcos es un curioso tenaz. Al igual que Cosima: “Yo conocía ciertas leyendas, la de un inventor que fabricó una bombilla no perecedera (y lo querían matar), o leyendas urbanas con coches, con medias irrompibles o con neveras. Quería saber qué había de cierto en todo ello”.
Entre otros temas, el documental de Cosima llega a los antepasados de los fabricantes de nuestras bombillas actuales, un grupo de empresarios que, definitivamente, no consideraron aceptable —ni rentable— que una bombilla durase diez, quince o veinte años. Así, formaron “el cártel de la bombilla”. En el documental se ven sus documentos firmados —tal como quería Cosima—, en donde acordaban que se prohibía la fabricación de bombillas de larga duración. Ya en el siglo XXI, un heredero de la familia Philips (que hoy se dedica a un modo de fabricación razonable), reflexiona de interesante modo: a principios del siglo XX, dice, estos antepasados suyos pensaban que el planeta era un territorio de recursos ilimitados.
“Había algo bíblico en ellos”, afirma Cosima. “No les importaba decidir la corta vida de sus productos para vender más, ni se les ocurría que eso podría traer graves consecuencias en el ecosistema. Porque en ese entonces ellos sentían que el mundo era de ellos, que los recursos no se agotarían nunca. Era algo bíblico, acerca de la tierra y el hombre como dueño de la tierra y de lo que de ella puede obtenerse. Pensaban que habría recursos para siempre”.
En Comprar, tirar, comprar aparece un vertedero de artefactos electrónicos en Ghana, uno de los lugares más tóxicos de la tierra. Hasta allí llegan esos artefactos electrónicos que en la India, tal como lo ha visto Cosima, dos muchachos con unas pocas herramientas arreglan en una hora, pero que en los países desarrollados eran el objeto que salía caro arreglar, el “mejor comprar otro”. Nuestro comprar y tirar genera a diario una cantidad desmesurada de residuos, esos que los países desarrollados transportan a lugares que cada vez están más cerca.
¿Y qué pasó con Marcos?
Su relato de intriga lo llevó a las entrañas de su impresora, y al mismo tiempo a perderse en la red, hasta dar con un ciudadano de algún lugar de Rusia que tenía en su poder la respuesta a esa caducidad anunciada —esa obsolescencia programada— que se escondía en ese y en otros tantos artefactos, desde neveras a televisores, ordenadores e impresoras. Todos ellos venidos al mundo con una secreta memoria a corto plazo, tal vez un chip, tal vez un truco que, sin que el comprador lo sepa, matará a su flamante electrodoméstico. Quienes nacieron en los sesenta recordarán la serie televisiva Misión imposible, en la que los agentes escuchaban una grabación de cinta abierta —otro de los formatos que ya no pueden recuperarse— que les daba las instrucciones y terminaba con “esta grabación se autodestruirá en breves momentos”. Como esa grabadora que estallaba y lanzaba humo: eso es la obsolescencia.
“Mira: ese chico ruso, el que tiene el tiene el software para arreglar la impresora… Si éste hubiese sido un documental rápido él no aparecería en él. Porque… yo no sé dónde está. Hay una web, pero no puedo ir más allá. Le he escrito varias veces, durante meses no me ha contestado. Y luego se ha entrevistado a sí mismo. Está en Rusia, no sabemos dónde, y su software está por todas partes, y traducido; hay una versión española, otra alemana. También alguien de HP ha subido las instrucciones para arreglar las impresoras. No se sabe quién. La cuestión es que ahora se sabe que si bajas los puntos en el chip oculto el aparato deja de funcionar. Si lo subes funciona. Ya no puede hablarse de fallo mecánico. Está hecho a propósito”.
La obsolescencia humana.
Este usar y tirar —y nunca reparar—, ¿es extensible a nuestras relaciones? Cosima reflexiona, y empieza a hablar: “Seguro. Por ejemplo: en Alemania, en el mercado laboral, si tienes más de cincuenta años ya ni te leen el currículo. Piensan que estás obsoleta, o que no tienes los conocimientos modernos, o eres incapaz de aprender, o eres de otra generación. De modo que la gente estudia hasta los veinticinco o treinta años, trabaja hasta los cincuenta… y luego a la basura. Cuando en realidad hay mucha experiencia. Si has trabajado con un tema durante tantos años, sabes mucho, y también eres capaz de aprender algo nuevo si toca”.
“Además, también los empleadores se creen con derecho a moverte de lugar cuando lo desean. Dan por supuesto que estamos disponibles, y dan por sentado que iremos a sitios nuevos para tener nuevos amigos. Todo lo que has hecho hasta ahora es algo reemplazable. Pero si tú tienes tus amigos de siempre en una ciudad, en un país… Claro que puedes tener otros nuevos en una nueva ciudad. Pero aquellos no los puedes usar y tirar, son importantes”.
“Hay una profesora en Australia que está haciendo un interesante trabajo sobre los juguetes. Los niños ya no tienen un juguete que siempre les acompaña, el típico peluche que se va gastando con los años, pero que ellos quieren y cuidan. No, ahora son cosas de plástico que se rompen rápido. Entonces, claro, se pueden reemplazar; todo es rápido y barato. Pero ya no existe ese enlace emocional con algo que tú quieres, que lo cuidas durante años. Esta profesora piensa que a largo plazo esto va a hacer mucho daño”.
¿Y en la vida de pareja?
Cosima se ríe: “Bueno… ya se ve, ¿no? Esos hombres que llegan a una cierta edad y se buscan una mujer que es el mismo modelo que la otra, más joven. Y piensas: podría ser la hermana de la primera mujer, quince o veinte años menos. La gente mayor cree que hoy hay más divorcios por esta idea de no reparar. He estado en la boda de una amiga, y el sacerdote les ha pedido una y otra vez que no tiraran a la primera la relación, que la hicieran durar”.
“En verdad, somos ruedas pequeñas del engranaje: nos dicen que compremos, nos dicen que salir de compras es divertido. Pero tampoco es que haya un diablo que nos corrompa. A muchos les gusta ser así. A mí, en cambio, me gusta lo que sostienen los defensores del decrecimiento —Sociedad del decrecimiento, Serge Latouche—: si compras menos entonces podrás trabajar menos. Y tendrás tiempo para cosas más importantes”.
El piso de Cosima es alegre, con objetos distintos que pueden observarse con una curiosidad no material: su silla en donde se sienta a trabajar, por ejemplo, toda una cómoda y mullida antigüedad a la que —tal como me señala— tendrá que repararle los mimbres del respaldo. Y sin duda lo hará.