Señores, a mí me prepararon para la alta competición de la Filología Hispánica. Invertí buena parte de mi esfuerzo en aquellos años de desarrollo y perfeccionamiento académicos. Sacrifiqué una gran tajada del ocio y el vicio con que me tentaba mi primera juventud. Cuidé escrupulosamente los detalles en los que sabía que me lo jugaba todo: las horas de sueño, la alimentación, los complejos vitamínicos, el ejercicio físico, las técnicas de estudio… Todo importa cuando lo que se desea es estar en la espuma de las discusiones filológicas más golosas. Porque a mí, en la universidad, me prepararon para ser un killer de la cosa lingüística y literaria. Me entrenaron para editar y anotar textos del siglo XVI, para buscar grietas en los cuerpos teóricos más sólidos y contrastados, para explicar la Historia de nuestra literatura y para vivir en la constante búsqueda del calambur, el retruécano o la metáfora. Soy un sofisticado producto de una Facultad de Humanidades de alto rendimiento.
Desde aquella etapa de formación, ha pasado algo más de una década y las cosas han cambiado un poco. Ahora lo que vengo siendo es profesor de Lengua castellana y literatura en un instituto de secundaria, donde más del 40% del alumnado es inmigrante. Españoles, marroquíes, argelinos, rumanos, lituanos, ucranianos, rusos, búlgaros, ecuatorianos y venezolanos. Una auténtica coctelera de culturas, lenguas y costumbres. Así que cada día, mientras me tomo el primer café de la mañana, me digo entre dientes: “Menos mal que me preparé para la alta competición”.
Como ustedes sospecharán, en clase no me dedico a editar textos de la Antigüedad haciendo uso del método Lachmann ni discuto incendiariamente sobre los preceptos teóricos de la nueva filología. A estos alumnos no les toca. Las programaciones didácticas acostumbran a dar cobijo a otros contenidos que se consideran más apropiados para estas edades. Pongo algunos ejemplos que les resultarán familiares: la lírica medieval, La Celestina, las figuras retóricas más importantes o las proposiciones subordinadas. Quizá esto les haya hecho recordar a su profesor de literatura leyendo algún poema de Lope de Vega y comentándolo con cierta afectación. Quizá ese recuerdo sea agradable, les afloje un poco el lagrimal y puedan decir con orgullo que se dedicaron a las letras por el magnetismo de aquel docente con barba y chaqueta. Quizá hasta se atrevan a afirmar que la literatura en su etapa académica se les antojaba atractiva y sugerente. Bueno, pues ahora hagan el favor de imaginar conmigo.
Supongan -y no es mucho suponer- que por la difícil situación de nuestro país se ven en la desesperada obligación de emigrar. Elijamos país según preferencias personales. Alemania, Marruecos, Bulgaria, Ucrania, Lituania o Rusia. Imagino que una de las primeras cosas que harán al llegar al destino será escolarizar a sus hijos en un centro educativo. Pongamos que, por edad, se matriculan en el curso equivalente a 3º de ESO. Pasados unos meses, incluso uno o dos años, pregúntenles por las clases de lengua y literatura. “¿Hijo mío, es interesante la lírica búlgara? ¿Te resultan atractivos y sugerentes los recursos expresivos en la versificación marroquí?” Pues eso lleva pasando aquí algunos años ya. Bastantes. Observen el dato que daba más arriba sobre el centro educativo donde trabajo: más del 40% del alumnado es inmigrante. Esa cifra no se genera de la noche a la mañana. Y aunque una gran parte de esos alumnos ya ha tenido una escolarización temprana en nuestro sistema educativo y, en consecuencia, posee un dominio pasable del castellano, seguimos teniendo un alto número de inmigrantes matriculados con serios problemas idiomáticos. Problemas que, sin lugar a dudas, van a condicionar ese atractivo que exigimos que vean en nuestra literatura más canónica, por ejemplo. Me pasaría a mí en Lituania y a ustedes en Marruecos. No tenemos que disimular.
Fíjense. Este año, por poner un caso concreto, imparto clase a un grupo compuesto por un 90% de inmigrantes que requieren refuerzo de lengua en sobredosis. Concretamente, está integrado por marroquíes, rumanos y lituanos. Me pregunto si no es del todo absurdo que a esos alumnos les hablemos encendidamente -y se les habla encendidamente- de las características métricas de las Églogas de Garcilaso, o les pidamos -y se les pide- que localicen un quiasmo o una paronomasia, cuando en realidad tienen dificultades para manejar nuestras complejas conjugaciones verbales o aún no dominan un vocabulario medianamente aceptable. ¿Le encuentran sentido? ¿Ven lógico que me enfrasque en explicarles las brillantes aportaciones de Poeta en Nueva York a la literatura universal? Ya sé que me prepararon para desenvolverme en la primera división de la lingüística, la literatura y la cultura en general, pero, ¿no estoy haciendo el capullo cuando me marco unos objetivos irreales y me dedico a disertar sobre las proposiciones subordinadas adverbiales? Supongo que ustedes me contestarán lo siguiente: “Bueno, pues a qué espera, hágalo. Olvídese del Marqués de Santillana, de las discusiones sobre la autoría de El Lazarillo y del complemento del régimen, y dedíquese a atender las verdaderas necesidades de ese alumnado. A fin de cuentas está usted preparado para la alta competición”. Y no les falta razón, señores. Pero la diversidad de ese alumnado y sus distintas necesidades educativas hacen que sea más difícil de lo que pudiera parecer a primera vista. No olviden que entre los alumnos de mi centro, españoles o no, sí hay quienes pueden seguir las clases sobre la literatura de los Siglos de Oro o sobre la coherencia y cohesión textual, por ejemplo, y es una obligación atenderlos con gran exigencia también. “Entonces, ¿esto tiene solución?”, se preguntarán ustedes ahora. Y yo les digo que la tiene. Claro que la tiene. Pero, con los recortes del Ministerio de Educación, hemos emprendido un camino en dirección opuesta. Necesitamos unos mínimos indispensables: una mayor inversión en utilísimos planes de inmersión lingüística, reducción del número de alumnos por aula, aumento del profesorado y, por supuesto, cuestionarnos con valentía el método pedagógico empleado desde hace décadas para, sencillamente, poder permitirnos ser realistas; para poder atender las necesidades educativas del centro en que impartimos clase sin ser devorados por una quimera. Porque las clases en las que yo era alumno de secundaria -sólo hubo un inmigrante durante los cuatro años- se parecen bien poco a éstas en las que me toca ejercer el papel de profesor. Que tenemos que pasar de puntillas por la Generación del 27 para profundizar en la conjugación de los verbos, pues habrá que hacerlo si eso es lo más sensato. Que tenemos que aproximarnos a la lengua y a la literatura de una forma nueva, pues habrá que ponerse manos a la obra. Pero algo tendremos que hacer. Sobre todo en estos centros donde la inmigración es una realidad amplia y compleja que hay que atender con todas las garantías y la máxima eficacia.