Una popular leyenda brasileña cuenta que el primer hombre que habitó la tierra, después de andar todo un día explorando el terreno, cayó rendido al final de la tarde; pero, preso del asombro primero y del pánico después, vio como la penumbra se iba apoderando de la claridad diurna. Inmóvil, abrazado a sí mismo, esperó lo peor. La noche reinaba en el mundo. El pánico se fue diluyendo en melancolía pero, poco a poco, el frío que suele acompañar a las horas nocturnas se le metió en el cuerpo. La felicidad inconsciente de la calidez solar, la percepción de la naturaleza en todo su esplendor diurno, los pequeños descubrimientos habían pasado con tal fugacidad por su efímera vida, poco menos que un día, que se revelaban como un sueño, una visión que se difuminaba frente a esta eternidad helada y negra. Se durmió temblando. Cuando abrió los ojos experimentó la primera gran alegría de su vida. Se puso de pie de un salto y bajó corriendo hasta el borde del mar para ver cómo surgía en el horizonte la bola de fuego del nuevo día. Fue el hombre más feliz de la tierra, lo cual no tiene mucho interés ya que era el único. Este detalle es el que llama la atención en la leyenda. Al primer hombre le bastó con la luz y el calor solar para sentir la plenitud de su existencia sin echar en falta compañía alguna porque el relato acaba con la salida del sol, no con la llegada de otro ser.
Juan Cueto pasa sus días en Gijón, frente al Cantábrico, donde con toda seguridad ve nacer y morir el día bajo un sol que nada tiene que ver con los rayos catódicos que desentrañó, analizó y, cómo no, también esculpió. Durante su periplo por la selva de lo real acumuló papeles que ahora Anagrama reúne en el volumen Yo nací con la infamia. La mirada vagabunda, en una edición de Juan Cruz. El hombre que en 1982, desde las páginas de Triunfo fue capaz de ver que “la lógica del posindustrialismo hace creer a cada ciudadano que él mismo es un mass media con licencia para emitir toda clase de signos” puede que sienta nostalgia de su antepasado, el personaje de la leyenda brasilera. Solo, frente al Cantábrico, bajo el sol, tal vez no se sienta el hombre más feliz de la tierra pero por un rato, al menos, el único. Porque si alguna certeza hay, esta es que Cueto es único.