Diario Kafka Opinión y blogs

Sobre este blog

LA TIENDA DE VIDEOJUEGOS

Pues vendedor, me dirán ustedes, como el que vende ropa en la sección de caballeros, lámparas en la de bazar o juegos a secas en la juguetería —aunque aun éstos, en ocasiones, sobre todo si son, además, fabricantes, son considerados jugueteros—, o cualquier otra mercancía.

Resulta curioso, en cualquier caso, que todo comerciante que ha conseguido singularizar su oficio y su mercancía con un espacio propio tenga derecho a una denominación sea carnicero, ferretero, mercero, agente de viajes o estanquero, sin que determinados productos culturales, ni sus agentes, resulten merecedores de tal consideración. Sobre todo teniendo en cuenta que dentro del propio campo cultural se reproduce la desigualdad en el reparto de ese magro capital simbólico: Por una parte, la alta cultura consagrada por varios siglos de tradición y mercado detenta la máxima respetabilidad profesional: libreros, libreros de viejo, bouquinistas en la esfera de la literatura o galeristas, marchantes o anticuarios en la de las artes plásticas y decorativas, vendan el último Dan Brown, un Rembrandt o una lámina para adornar el pasillo.

Y frente a ello, sigue resultando curioso que quienes comercian con los viejos y nuevos medios y tecnologías del relato, la ficción o el entretenimiento contemporáneos no accedan a la consideración que les brinda el contenido de sus mercancías, ni aunque éstas hayan pasado de meros medios al reconocimiento artístico, como el cine. Bien es verdad que en este caso apenas ha conseguido un espacio autónomo relevante (excepción hecha del videoclub de alquiler) más allá de una sección en el hipermercado cultural, pero lo cierto es que ni la tienda de discos, ni la librería de cómic ni, ahora, la tienda de videojuegos, han logrado prestigiarse más allá de sus grupos de clientes respectivos. Y sin embargo…

… En su día, me sorprendió en algunos allegados la costumbre de aprovechar el tiempo libre para ir, o llevar a sus hijos, a la tienda de videojuegos, como se iba —al menos antaño— a la librería o a la tienda de discos, no necesariamente ni principalmente a comprar, sino a ver novedades. Cuando —tarde, bien es verdad— he empezado a visitarlas yo mismo, he conocido el puro supermercado de franquicia, sí, (como también abundan los dedicados a vender libros) pero también la acogedora librería y aun la librería de viejo equivalentes del nuevo medio.

Una de estas, que frecuento desde que la descubrí, es la que atienden entre otros, amistosamente, Juan y Alberto, con los que hablo provisto de papel y boli para tomar nota de sus recomendaciones en materia de novedades, pero también para pedirles detalles de algún título en particular o para recabar su consejo sobre nuevas “lecturas” en los géneros que me interesan. Y ellos, como nuevos letraheridos antes que como meros vendedores, mantienen intacta la pasión por la mercancía que ofrecen, que previamente han debido catar para poder luego asesorarnos con la garantía y profesionalidad debidas.

Pero desearía ir incluso un poco más lejos de estos parentescos con la librería, la tienda de discos o la librería de cómics:

En alguna entrada anterior me he referido a los procesos de transmisión cultural bajo la fórmula “viejos contenidos para nuevos medios”. En su vertiente espacial y comercial, se me ocurre que funciona igualmente la de “viejas prácticas para nuevos productos”; pues lo que más me sorprendió encontrar en la tienda de juegos no fue el equivalente de la librería (y el librero) de confianza de nuestra ciudad, sino igualmente el del quiosco de barrio en el que varias generaciones compraron, pero también leyeron e intercambiaron novelas de misterio, sentimentales o del oeste, historietas por entregas o revistas de tebeos. Sólo entonces entendí con claridad el porqué de las visitas familiares de mis amigos a la tienda de videojuegos para matar una tarde desocupada y apacible de verano, cuando descubrí, en las primeras visitas, a niños, jóvenes y no tan jóvenes que intercambiaban noticias sobre los últimos estrenos, compraban (y vendían) juegos de segunda mano —el precio de los nuevos es inasequible para muchos, y, de largo, el más elevado de los productos culturales en circulación (libros, discos, cómics...)— pero, sobre todo, jugaban en grupo, probando in situ los videojuegos y las consolas instaladas en la tienda, convertida así, también, en una especie benévola de salón de billar o de juegos arcade gratuitos.

Pues vendedor, me dirán ustedes, como el que vende ropa en la sección de caballeros, lámparas en la de bazar o juegos a secas en la juguetería —aunque aun éstos, en ocasiones, sobre todo si son, además, fabricantes, son considerados jugueteros—, o cualquier otra mercancía.

Resulta curioso, en cualquier caso, que todo comerciante que ha conseguido singularizar su oficio y su mercancía con un espacio propio tenga derecho a una denominación sea carnicero, ferretero, mercero, agente de viajes o estanquero, sin que determinados productos culturales, ni sus agentes, resulten merecedores de tal consideración. Sobre todo teniendo en cuenta que dentro del propio campo cultural se reproduce la desigualdad en el reparto de ese magro capital simbólico: Por una parte, la alta cultura consagrada por varios siglos de tradición y mercado detenta la máxima respetabilidad profesional: libreros, libreros de viejo, bouquinistas en la esfera de la literatura o galeristas, marchantes o anticuarios en la de las artes plásticas y decorativas, vendan el último Dan Brown, un Rembrandt o una lámina para adornar el pasillo.