Desde el año 2005, Juan Mal-herido hace públicas sus opiniones sobre libros, lencería y trastornos de identidad. En este espacio, se centrará en los trastornos de identidad. Creado por Alberto Olmos.
Karnaval contra cuaresma
Hacía diez años que el premio Herralde de novela no lo ganaba un español que no hubiera dirigido antes veintidós películas. Juan Francisco Ferré ha parado el cronómetro de la negación, orillamiento, ninguneo o desinterés (o incompetencia) de los autores nacionales en este certamen. Lo cierto es que hay pocos premios importantes en España que se convoquen para que los gane un español. No es una manía de Anagrama; tampoco en el premio Alfaguara o en el premio Jaén (Mondadori) tiran el dinero en un compatriota. El Grupo Planeta (premios Planeta y Nadal) sí cree en España; cree en España y en las presentadoras de RTVE y en la Guardia Civil. Igual que el ayuntamiento de Burgos o el de Alcorcón. Los demás grupos editoriales prefieren premiar a autores que creen en sí mismos –mayormente argentinos- o a países con una enorme fe narrativa, como México, única nación conocida que se ha convertido en su propio género literario.
Hay algo intrínsecamente malo en que un español quiera contarte una historia. La españolidad narrativa echa a perder tanto novelas como películas. A España no le interesa España, salvo cruda y de mañana en la portada de los periódicos. El cine español lo sabe y ha dado con una solución acojonante: hacer películas españolas que no parezcan españolas. Lo imposible ha desprecintado la salida de emergencia y el cine español tiene futuro: rodar en inglés con actores anglosajones historias que sucedan en Tailandia. El público no odiaba a Nacho Vigalondo o a JA Bayona; odiaba este barco que se hunde, este edificio en llamas, la España donde cualquier actor nacional que aparece en pantalla nos recuerda a un parado haciendo un cursillo de formación.
La literatura patria, sin embargo, no puede hacer lo mismo; no puede escribirse traducida o fingir su propio doblaje. El papel es bidimensional y bajo la foto de la solapa se dice que el autor nació en Cádiz. Aún así, se han generado novelas que mitigaban lo español por imperativo estético y no han colado comercialmente. Los españoles son como los enanos de Monterroso: se reconocen enseguida entre ellos.
Karnaval, el Herralde de Ferré, se inscribe con claridad en esa literatura española que no quiere acoger resonancias nacionales ni en los créditos de producción. Ya la deformación del título, esa K anabolizante, indica la distancia que se pretende tomar sobre el abecedario completo de una tradición. La trama la protagoniza un francés, en huida de Nueva York a París, y entre los cientos de referentes socioculturales que alojan sus más de quinientas páginas no encontramos más españolidad que la del origen (Burgos) de Beatriz Preciado. El resto son franceses o americanos o Žižek.
Hay mucha más honradez en un español haciendo novelas que no parezcan españolas que en uno filmando películas en inglés. Al menos el escritor cree en lo que hace; el cineasta sólo cree que el público es gilipollas.
Juan Francisco Ferré tiene muchas virtudes como narrador; en un tiempo en el que escribir novelas de cien páginas se considera escribir novelas, hay que valorar al autor que devuelve musculatura a la ficción, peso al libro. Ferré es un prosista avasallador, y en esa potencia verbal encuentra uno también su crítico exceso.
La obra empieza fenomenalmente con una voz que son muchas voces, una voz que recuerda al diablo en la película Fallen, donde es siempre el mismo pero con otro cuerpo, como una intención narrativa que se reencarnara. Incluso el tono de las primeras páginas de Karnaval suena a Sympathy for the devil.
Después esta voz, este juego de perspectivas sobre el eje de la peripecia, se va difuminando hasta resultar inasible. Ferré encadena capítulos de una autonomía quizá reprochable, pues obligan al lector a prepararse de nuevo para el viaje, a tomar aire y echarle más ganas. Algo similar sucede con las novelas de Manuel Vilas, y con toda esa fragmentariedad abusiva de la novela última española, que impide el placer de la precipitación.
Con todo, Karnaval es un rompe y rasga de nuestra narrativa; irregular o inexacta o tal vez sólo irreconocible, pero ambiciosa y suficientemente verbal como para superar la penitencia de la literatura española de toda la vida, ese largo relato de una cuaresma.
Hacía diez años que el premio Herralde de novela no lo ganaba un español que no hubiera dirigido antes veintidós películas. Juan Francisco Ferré ha parado el cronómetro de la negación, orillamiento, ninguneo o desinterés (o incompetencia) de los autores nacionales en este certamen. Lo cierto es que hay pocos premios importantes en España que se convoquen para que los gane un español. No es una manía de Anagrama; tampoco en el premio Alfaguara o en el premio Jaén (Mondadori) tiran el dinero en un compatriota. El Grupo Planeta (premios Planeta y Nadal) sí cree en España; cree en España y en las presentadoras de RTVE y en la Guardia Civil. Igual que el ayuntamiento de Burgos o el de Alcorcón. Los demás grupos editoriales prefieren premiar a autores que creen en sí mismos –mayormente argentinos- o a países con una enorme fe narrativa, como México, única nación conocida que se ha convertido en su propio género literario.