“Ahora, pasado el tiempo, no espero nada de las novelas que publico, salvo haberme divertido escribiéndolas”.
Care Santos
“Habitaciones cerradas es mi novela más ambiciosa. Para mí, hay un antes y un después de esta historia. Sólo espero que a mis lectores les ocurra lo mismo”.
Care Santos
“Cuando la noche del premio Planeta vi subir a Mara Torres (Madrid, 1974) al escenario y recoger su premio finalista, pensé que iban a vapulearla sin siquiera abrir el libro. Me equivoqué. Algunos la vapulean también después de leer el libro”. Así empieza Santa Care Santos la reseña (publicada el 21 de diciembre en El Cultural) de La vida imaginaria, la novela finalista del premio Planeta de este año. Es una reseña que, no podía ser de otro modo, trata de salvarle el pellejo a la escritora, que a primera vista parece que le hace buena falta. No es difícil suponer que al decir “algunos la vapulean” Care se refiere a la crítica que Ana “Maléfica” Rodríguez Fischer hace del mismo libro (Babelia 17/11/12) y en el que destroza, literalmente, la cosa esa que parece que escribió Mara Torres.
Y cuando digo destroza, quiero decir destroza. Quiero decir esto: “una novela zafia y sosa, de una complacencia tan elemental como sonrojante”. Y más: “Sin el menor sentido de la oralidad y el coloquialismo […], la confidencia queda drásticamente rebajada a intercambio cansino de banalidades y lugares comunes que en conjunto hacen que esta novela tenga el estilo y el ambiente de peluquería (rancia)”.
Pero vayamos por partes.
Si es harto complicado hablar de un premio planeta sin caer en el sadismo no digamos ya de un finalista. Quedar finalista no supone sólo aceptar (sea o no verdad) que escribes peor que tu contrincante sino que además eres menos comercial. Extraña que no haya un volumen considerable de suicidios entre los finalistas del Planeta. Será que se gastan la pasta en psicoanalistas.
En esta pelea en el barro del mundillo literario tan desigual entre Care y Ana (me van a disculpar el tuteo) lleva todas las de perder la que está más a la derecha y esto así porque una cosa es defender lo indefendible (a pesar de ese algo heroico que tiene el suicidio) y otra pegarle al masoquismo como otros le dan a la botella. Es el caso.
Cómo salvar una novela.
Lo primero que hay que hacer para salvar una novela es dar a entender que se la ha leído mucha gente. Muchísima gente. Del tipo que sea, da igual (no vamos a pedir, como hace Senabre, lectores expertos en algo); la única condición es que sean muchos. Que sean legión. Pues bien, según esta crítica “ya hay miles de lectores rendidos a los encantos de la novela”. Miles de lectores. Miles, repito. Rendidos. A los encantos de la novela. Los imagino, a todos, terminada la lectura, orgasmando una y otra vez, una y otra vez, de puro fascinados. Los más románticos lo harán en el silencio de un suspiro, pero serán los menos; en general hay, en estas cosas del querer, una tendencia al grito y al exhibicionismo más propio de las bestias salvajes que de blogueras contenidas.
¿Dudan? No duden (o, bueno, sí). “[…] esta primera novela o gusta a rabiar —a un público más que probablemente femenino— o provoca sarpullidos —entre los lectores de, pongamos por caso, Michel Houellebecq—”. ¡Novela para mujeres! Acabáramos. Si lo sé no vengo. ¿Se entiende ahora tanta felicidad? No, claro que no. Quizá asume Care que no hay la misma exigencia entre los que leen a Houellebecq que entre los que leen a E. L. James y sin duda no le falta razón pero quizá no estaría de más que ella, como portavoz de algo —de sí misma, seguramente— y desde el foro público al que tiene acceso, ayudase a entender por qué habría que elegir (si acaso hay que hacer tal cosa) a Houllebecq frente James (se vislumbra su canon en la afirmación y de ahí mi comentario) o a Mara Torres frente a Houellebecq.
Machismos aparte y aceptando que la literatura exclusivamente femenina pueda ser también de altura, cabe preguntarse si el de Mara Torres es un buen ejemplo. Se ve que no: “La novela […] bebe de eso que se ha denominado ‘literatura chic-lit’. Es decir, literatura centrada en la búsqueda del príncipe azul de una mujer que comienza a ser demasiado madura para encontrarlo […]. Hay ecos de libros de autoayuda y un recuerdo a la literatura romántica para jóvenes”. A esto precisamente es a lo que me refería cuando al comienzo del artículo hablaba de defender lo indefendible.
(Yo les juro por Dios que la reseña de Care busca salvar la novela de Mara Torres y así me muera que lo demuestro antes de terminar este artículo).
¿Pero en qué se traduce lo anterior? Pues según nuestra protagonista en que Mara es una campeona (campeona, sí) por saber sacar el mejor registro imaginable en un género (el de la autoayuda romántica, entiendo, aceptando que tal cosa exista) en el que ya parecía estar todo dicho. Prefiero no pensar cómo sabe esto Care y qué cosas ha tenido que leerse para llegar a semejante conclusión. Se reinventa un género, pues, y supongo que ahí está el mérito. Al final va a resultar que quien debía ser finalista era Lorenzo Silva y no la buena de Mara. Seguramente.
Y para terminar, la habitual traca final de las críticas de Care Santos:
“Es verdad, Mara Torres no es Houellebecq” (eso ya quedo claro: Mara escribe para mujeres mientras que Houellebecq lo hace para cerdos, sátiros y/o intelectuales —así no hay modo de ligar en la Fnac—), “pero ha escrito una novela que consigue con creces lo que pretendía” (cierto, (re)inventa un género, nada menos), “que es original en un terreno plagado de lugares comunes” (esto no me quedó claro, ¿por qué es original? ¿Qué dice Care que hace Mara que es tan diferente a los que hacen otras? Ah, que no lo dice. Vale.), “que se lee de un sorbo y que hará felices a muchos lectores” (la felicidad del lector, otra vez, como único argumento de defensa. Y van…). “Qué más se puede pedir”. ¿Qué más se puede pedir? ¿Que qué más se puede pedir? ¿Y esto lo pregunta una crítica literaria en uno de los suplementos culturales más importantes del país? ¿En serio? ¿Y no pasa nada? ¿Nos hemos vuelto todos locos o qué? (O qué, espero).