Un día en que paseaban cerca del monte Nisa, Core y sus amigas las Oceánides se detuvieron a coger flores. En el prado alternaban las rosas con las violetas, el azafrán, los gladiolos y los jacintos. Seducidas por tanta belleza, las muchachas olvidaron que la hora de regresar a sus casas se había cumplido.
Fue Core la primera que lo vio: un narciso se alzaba en cien brotes ante ella. Quedó inmóvil, fascinada por el incendio de pétalos amarillos y blancos, antes de abalanzarse sobre la planta sin saber que su infernal tío Hades la había hecho brotar como señuelo para ella.
En el instante en que arrancó la primera flor, la tierra se abrió con un estruendo y surgió, como una descomunal serpiente, el dios del Infierno montado en su carro de yeguas inmortales. Tomando a la doncella por la cintura, Hades la subió al carro y se adentró con ella en un cráter camino de sus reinos.
Las fábulas menstruales
El rapto, por parte de un ser pavoroso, de la doncella que se ha entretenido cogiendo flores se encuentra arraigado en el patrimonio de la cultura occidental, de esencia fuertemente patriarcal. Constituye una advertencia moral a las muchachas núbiles para que sean conscientes de que, una vez que su cuerpo ha madurado y ha aparecido en él el ciclo menstrual, su obligación es mantenerlo intacto como patrimonio familiar, evitando la codicia masculina para poder saciarla luego, cuando se lance al mercado de las alianzas económicas y políticas que constituye el matrimonio.
La versión que acabamos de ofrecer narra el rapto de Perséfone (Core), la reina del Hades, siguiendo el Himno a Deméter homérico. Pero la historia es mucho más conocida en cualquiera de las fábulas llamadas menstruales que circulan desde tiempo inmemorial: Blancanieves, La Bella Durmiente, Cenicienta.... De entre ellas, Caperucita Roja, la historia de esa niña enfundada en una prenda del mismo color de su menstruo, es la que más se ajusta a los preceptos que nuestra sociedad quiere transmitir a las muchachas al prepararlas para la fertilidad:
—Caperucita: fíjate en las flores tan bonitas que hay por todas partes. ¿Por qué no echas una mirada? Creo que ni siquiera oyes el delicioso canto de los pájaros.
El lobo sustituye aquí a ese Hades surgido de la tierra como una serpiente, en el papel de raptor infame. Y, en manos de los hermanos Grimm, se convierte en un disoluto pisaverde o poeta romántico de la naturaleza, que incita a la muchacha a entregarse al disfrute del amor ante la fugacidad de la vida. Es, literalmente, el viejo Collige, virgo, rosas ('Coge, doncella, rosas') del poeta galorromano Ausonio. En versión de Garcilaso:
Coged de vuestra alegre primavera el dulce fruto, antes que el tiempo airado cubra de nieve la hermosa cumbre.
Ni corta ni perezosa, Caperucita Roja sucumbe al placer, olvidada de todo:
Y cuando había cortado una, le parecía que un poco más allá había otra aún más bonita, y se iba a por ella, y cada vez se adentraba más y más en el bosque.
Las flores nacen de la sangre derramada sobre la tierra por las muchachas púberes menstruando, aunque también de la que derraman los adolescentes al morir prematuramente: el jacinto y el narciso en la muerte de los muchachos epónimos; la violeta, en la de Atis, y el azafrán en la de Croco. Tanto estas como la mayoría de las flores que según el himno homérico busca Core fueron consignadas por el botánico Dioscórides como fármacos eficaces para favorecer el flujo menstrual. Así, la flor es indicio de fertilidad de la mujer como lo es también de los árboles, y por eso la palabra “flor” en castellano conserva el sentido de 'menstruación' (última acepción en el diccionario de la RAE), añadido al de 'virginidad'.
El miedo a la mujer y la envidia de ovario
Todavía en los matrimonios actuales, los maridos muestran su temor ante la menstruación de sus mujeres, momento en que ven en ellas una tendencia a la irracionalidad y la ira. Ese temor tan arraigado es herencia de un rechazo esencial de nuestra cultura. Los antiguos griegos y hebreos esclavizaban a la mujer como a cualquier otro enemigo, excluyéndola de la vida pública en general, pero especialmente durante la menstruación, el momento en que consideraban que la mujer alcanzaba su máxima cota de impureza.
La sarta de supersticiones sobre los males que provocan las mujeres menstruantes llegó a la modernidad compendiada por Plinio en su Historia natural (XXVIII, 23). Se resumen en tres prejuicios: estropean cosechas y alimentos, provocan plagas o epidemias y deterioran el brillo de los materiales; pero se multiplican en variantes disparatadas para respaldar la legislación del encierro de las mujeres. En el Levítico (XV) hay un buen ejemplo de legislación excluyente.
Pero ¿cuál es la razón de semejante rechazo?
Karen Horney, la discípula respondona de Freud, que lo acusó de narcisista al discutirle la importancia de la envidia de pene como germen de la angustia de la mujer, tenía una teoría: frente al aparente poder que la naturaleza parece otorgar a la mujer encargándole la gestación de los hijos, los hombres soportan una mal disimulada envidia de ovario.
Pueden verse indicios del problema en esta descripción del comienzo de la menstruación de una púber, hecha por Aristóteles en su Historia de los animales (VII, 1):
Por la misma edad, en las mujeres se produce el abultamiento de los pechos y las llamadas menstruaciones rompen: se trata de un flujo de sangre similar al de un animal recién sacrificado.
La vulva, en la concepción griega, es una herida que establece entre la mujer y la tierra una conexión fértil, regida por la Luna, que convierte el cuerpo femenino en un altar en el que la mujer ofrece a la Madre Tierra su propia sangre. Se trata de un proceso que consagra la fertilidad del cuerpo femenino, inaccesible para los hombres, que tienen que conformarse con imitarlas sacrificando bestias, castrándose o en la libación ritual del vino.
La frustración de estas insatisfactorias sustituciones llevó a los griegos a la negación obsesiva de la importancia de la mujer en todos los terrenos de la vida: a considerarla simple depositaria de la semilla del hombre en la procreación, a desplazarla como objeto de deseo sexual en beneficio del amor a los efebos y a arrebatarle la educación de los púberes, que establecía un vínculo considerado pernicioso entre madre e hijos. Hoy solo la Iglesia persevera en esas tres tareas.
La mordedura de la serpiente
Mucho tiempo después del rapto de Core, ante otro prado rebosante de flores, en el valle del río Peneo, Eurídice, la esposa de Orfeo, se topó con el apicultor Aristeo, que intentó forzarla. Eurídice huyó descalza sin saber que, oculta en la hierba, acechaba una serpiente que hundió con saña sus dientes venenosos en uno de sus tobillos, arrebatándole la vida y trasladándola al Hades.
Estas fábulas, referidas a niñas o a mujeres maduras, en las que aparecen el deseo, la serpiente o el dragón, la vulva o la herida y la menstruación, confunden muchas cosas. Lo recuerda Robert Graves en su «Orfeo» (Los mitos griegos): la mujer que camina sobre serpientes o las enarbola no está reñida sino aliada con ellas, como demuestran, por ejemplo, la Lilith o la Eva de la mitología hebraica o, en la helénica, las Ménades y Medusa, por no hablar de la llamada Diosa de las Serpientes minoica y hasta de la Inmaculada Concepción (que suele pisar su serpiente de manera nada hostil).
La duda sobre la preeminencia del hombre alimentó el miedo a una mujer menstruante y furiosa, conectada por las serpientes con la tierra. Desde este miedo no aceptado, la cultura griega comenzó a adjudicar a la mujer y la serpiente atributos que las unían: ambas son disolutas, concupiscentes, traidoras, glotonas y amantes del vino, como todo el mundo sabe. Semejante imaginario provocó la creación de distintos relatos que fingen y promueven la enemistad entre serpientes y mujeres.
Pero es, en realidad, el hombre el que huyendo de la mujer pisa la serpiente y cae en sus garras. La mordedura de la serpiente se convierte, entonces, en metáfora de la herida provocada por el amor heterosexual, como puede leerse en este definitivo poema de Asclepíades, dedicado a la hetaira Filenion:
Filenion me hirió, la voraz, y, aunque no sea visible la llaga, hasta las uñas el dolor me penetra. Muero, Amores, me muero, perezco; pisé dormitando una víbora y toco ya las puertas del Hades.
Mujer saliendo del baño
El precio que pagamos los hombres por estar cómodamente instalados en el patriarcado que nos han legado nuestros ancestros es el temor a la mujer con la que convivimos. Por eso compartimos una pesadilla recurrente que el escritor francés Jean d'Arras escenificó con precisión en su novela medieval Melusina. Igual que ahí el enamorado Remondín, acudimos en el sueño a espiar a nuestra mujer mientras se baña desnuda, y descubrimos entonces, para nuestra desdicha, el terrible secreto de su cuerpo.
Bajo la cintura del torso perfecto, asoma la cola de una serpiente.
Nota: La traducción de Aristóteles es de José Vara Donado; la de Caperucita Roja, de María Teresa Zurdo, y la del poema de Asclepíades, de Manuel Fernández-Galiano.