La corrupción de muchos partidos políticos, y en particular del PP, ha provocado que en las últimas semanas vuelva a hablarse del Patio de Monipodio. O de la Cueva de Monipodio, como leí el otro día en un comentario que fundía involuntariamente el patio con la cueva de Alí Babá.
Los dos lugares son guaridas de ladrones, pero no tienen nada que ver entre sí. La Cueva de Alí Babá pertenece a uno de los relatos de Las mil y una noches y el patio de Monipodio es el patio interior de una casa —la del personaje Monipodio— que aparece en Rinconete y Cortadillo, una novela ejemplar de Cervantes.
Refresco la memoria a quien no recuerde el argumento.
Almodóvar del Campo (Ciudad Real). Verano. Exterior. Día. Hora de la siesta. Dos muchachos de 15 y 17 años se encuentran en una venta, y como tantas veces en las novelas de Cervantes empiezan a contarse la vida el uno al otro.
(Abro paréntesis. ¿Es verosímil esta reacción tan cervantina de contarse las vidas a las primeras de cambio? Cualquiera que haya salido de excusión por el campo y se haya cruzado con otro caminante habrá hecho algo que no se hace jamás en la ciudad: saludarlo. O incluso entablar conversación con él. Siempre me ha sorprendido la naturalidad con la que se adopta en el campo un comportamiento que en la soledad de una calle desierta resultaría inquietante. Los que viajaban a pie o a caballo por los caminos de la España que retrata Cervantes debían de sentirse como nosotros en nuestras excursiones por el monte: confiados, amigables y conversadores. Efectivamente, los testimonios literarios indican que hubo entre aquellos hombres una especie de furor comunicativo. Sus ganas de hablar, de comunicarse con otros hombres, han quedado reflejadas en su predilección por dos géneros literarios, los más renacentistas: la carta y el diálogo. Cierro paréntesis).
Sigo con el argumento.
Rincón le cuenta a Cortado que fue bulero, es decir predicador y vendedor de privilegios eclesiásticos. Lo fue hasta que un buen día se quedó con el dinero de las bulas y se marchó a Madrid donde lo detuvieron. Desde entonces se gana la vida como jugador de naipes profesional.
Por su parte, Cortado cuenta que es hijo de sastre, y que hace honor a su nombre porque desde que escapó a Toledo huyendo de su madrastra se ha dedicado a robar bolsas, a cortarlas, convertido en lo que hoy llamaríamos un carterista.
Tras las presentaciones los muchachos se abrazan y automáticamente se hacen amigos.
(Aunque a muchos de nosotros nos dijeron en el instituto que Rinconete y Cortadillo es una novela picaresca, lo cierto es que no lo es. Rincón y Cortado son delincuentes juveniles, en efecto, pero lo son de una manera amateur, por decirlo así. Les falta la amargura de los pícaros auténticos. No los mueve el hambre ni están convencidos de que el mundo está mal hecho. Rincón y Cortado son personajes alegres, nada sombríos y sobre todo, como acabamos de ver, capaces de entablar amistad. Los pícaros profesionales, los auténticos pícaros, son por naturaleza desconfiados, incapaces de amar y no están capacitados para tener amigos).
Cuatro episodios sellan la súbita amistad de Rincón y Cortado: el desplume de un arriero, a quien dejan sin dinero allí mismo, jugando con la baraja de cartas trucadas que tiene Rincón; el viaje a Sevilla que emprenden en compañía de un grupo de caminantes para huir de la ira del arriero; el hurto del equipaje a un francés que entra con ellos a Sevilla; y el establecimiento de ambos como mozos de carga, o esportilleros, en el mercado de la plaza de San Salvador, donde Cortado, fiel a su costumbre, le levanta el dinero a un estudiante sacristán.
“¿Han pasado ustedes por la aduana del señor Monipodio”, les pregunta de pronto un mozo que no les ha quitado ojo de encima.
El chaval les informa de que cualquier ladrón que opere en Sevilla debe presentarse antes en casa de Monipodio. A darle obediencia, les dice en un lenguaje que nosotros, después de haber visto El Padrino y Los Soprano, entendemos muy bien.
El joven los acompaña a casa de Monipodio, y durante el trayecto mantienen con él un breve diálogo que expresa a la perfección lo que representa Monipodio y su casa:
—¿Es vuesa merced, por ventura, ladrón?
—Sí, para servir a Dios y a las buenas gentes, aunque no de los muy cursados, que todavía estoy en el año del noviciado.
Servir, Dios, buenas gentes y año de noviciado: palabras de apariencia decente, pero con un significado subvertido porque el mundo de Monipodio invierte todos los valores que sostienen la sociedad. La casa de Monipodio es una organización social paralela, o subterránea, secreta, que comparte con la sociedad visible los mismos mecanismos de control y represión de sus integrantes, pero que se basa en unos principios y en unos valores inversos a ella.
Entran a la casa de Monipodio, que aunque daba por fuera muy mal aspecto, por dentro tenía un pequeño patio ladrillado que de puro limpio y aljimifrado parecía que vertía carmín de lo más fino.
Y a partir de aquí Rincón y Cortado desaparecen de la novela. No es que desaparezcan; están presentes, el narrador no se olvida de ellos, pero ya no son las estrellas del relato. Ahora serán Monipodio y su variada fauna de delincuentes quienes sostengan el peso de una narración en la que suceder, suceder, lo que se dice suceder... no sucede nada.
Poco después, por donde han entrado ellos entran dos estudiantes veinteañeros, a continuación dos esportilleros, luego un ciego, dos viejos respetables con rosarios en las manos, una vieja piadosa, dos jóvenes bravos y armados... En total se reúnen en el patio 14 personas de diferentes trajes y oficios, que esperan la llegada del señor Monipodio, un hombre de 45 años, alto, moreno y cecijunto, al que todos hacen una profunda y larga reverencia cuando aparece.
Lo primero que hace Monipodio es cambiar el nombre a Rincón y Cortado, es decir bautizarlos como Rinconete y Cortadillo en su nacimiento a esta nueva dimensión moral.
Y a continuación, en una sola parrafada, les hace saber que no sólo las prostitutas y demás gente del hampa están al servicio de la sociedad secreta que él preside; también pertenecen a ella los pilares de la sociedad visible: los procuradores, los alguaciles, los verdugos, los escribanos o notarios y hasta los ciudadanos decentes, que cuando algún delincuente es perseguido tienen como misión estorbar su captura.
Como buen gerente, Monipodio quiere saber las habilidades de los recién llegados para optimizar sus talentos y destinarlos a las tareas más adecuadas. Tras escuchar los currículum de Rinconete y Cortadillo, Monipodio los admite en el club y les informa de sus derechos y de sus obligaciones.
El resto de la novela se resuelve de manera teatral, como en un alegre entremés: con constantes entradas y salidas de personajes, y con el planteamiento y resolución de pequeños conflictos que más allá de su comicidad y de su realismo muestran una sociedad dirigida por los tentáculos de esta tangentopoli avant la lettre.
La novela, que termina con la lectura de la Memoria de las cuchilladas que se han de dar esta semana, es sin duda un documento impagable para historiar la corrupción social. Es también un argumento de peso para sostener que el soborno, el nepotismo o el reparto de coimas son comportamientos que la sociedad española tiene fosilizados desde hace siglos en su ADN cultural.
Esto en términos sociológicos.
En términos literarios, el Patio de Monipodio parece una bromita, pero es una mina antipersona. O mejor dicho: una mina anticríticos mostrencos.
(Los críticos mostrencos son esos que no ven por dónde pisan o que creen estar pisando algo sin importancia, que súbitamente estalla y se los lleva por delante).
A estos lectores —tan severos como torpes— los libros de Cervantes siempre les parecieron tonterías, frivolidades sin futuro ni importancia. Y así fueron leídos por estos antepasados de nuestros críticos más groseros, los que hoy escribirían de un Cervantes contemporáneo con idéntica ceguera, cometiendo desde sus blogs o suplementos literarios el mismo error: menospreciarlo por graciosillo.
Pero Cervantes no tiene nada de graciosillo. Monipodio y compañía es una carga de profundidad, una idea disolvente con tintes nihilistas: la idea de que toda sociedad es un pacto entre sus integrantes, pero que los términos de ese pacto son siempre arbitrarios y dependen de los intereses particulares.
De la novela se extrae la idea de que la sociedad visible y respetable es tan natural, o tan artificial, como la fundada por Monipodio. Cervantes no parece creer en una sociedad buena y en otra mala, sino en una sociedad diurna y en otra nocturna; en una superficial y en otra subterránea. En una que se desenvuelve a la luz y en otra que lo hace a la sombra, conspirando. Y parece aceptar con una sonrisa sardónica que ambas organizaciones sociales, la blanca y la negra, son equivalentes, intercambiables y sobre todo complementarias como las fichas de ajedrez.
Este descreimiento hacia los valores establecidos es lo que hace que Cervantes resulte tan cercano hoy, y tan atractivo, a ciertos escritores llamados postmodernos.
Los escritores de finales del XX y principios del XXI también son como Cervantes escritores desengañados, también han vivido como él un desmoronamiento de las certezas y una disolución de eso tan pomposo —y hasta hace poco tan seguro— que siempre hemos llamado El Bien.
TAREA: Echar un vistazo al período de la historia de España que va desde la llegada de Colón a América en 1492 hasta la muerte de Cervantes en 1616. Buscar similitudes históricas, sociales y económicas entre estos años y los que van de 1975 a 2013.