Si existe, lo cierto es que existía antes de que la donostiarra Dolores Redondo publicara su novela El guardián invisible (Destino 2013), gran éxito internacional y de crítica antes de que nadie la haya leído. Lo que ocurre es que (¡ay!) a los autores que habían escrito con anterioridad thrillers navarros jamás se les ha ocurrido pillarse a un agente, irse a Frankfurt y vender una trilogía que aún no han escrito; tampoco han contado con el apoyo de un gran grupo editorial y, además (pequeño detalle), publicaron sus libros en la lengua de Mordor, perdón, en euskera.
Pero haberlos, haylos. Y algunos, además, están vertidos al élfico y todo (perdón, al español). En editoriales pequeñas e ignotas, claro está. Así de memoria, y a bote pronto: Jon Alonso publicó en 1995 Katebegi galdua, novela detectivesca sobre un manuscrito eusquérico del siglo XVI extraviado por los poderes fácticos navarros; la tradujo en 2003, bajo el título El eslabón perdido, Hiru, la editorial de Alfonso Sastre. De hecho, Alonso acaba de publicar otro thriller vasco-navarro, Zintzoen saldoan, en el que, según la editorial Txalaparta, “Lanbas, exmilitante de ETA, ex-preso (…) y actual ladrón, se dedica a robar en los mejores restaurantes vascos junto con su banda”. Thriller, ETA y gastronomía vasca, qué más queremos.
Aingeru Epaltza se marcó Rock’n’roll, un thriller humorístico más pamplonés que un San Fermín, en el año 2000, y tenía de todo: periodista-detective divorciado, asesinatos supuestamente rituales, corrupción autonómico-empresarial, una vasquísima (o navarrísima) cuadrilla de amigos que (la erosión del tiempo) ya no lo son tanto…; Ttarttalo lo editó en castellano, bajo el mismo título, tres años más tarde. Ya puestos, su novela Ur uherrak, de 1993, también tiene algo de thriller, no sé si baztanés, pero sí por lo menos navarro-pirenaico: la publicó Hiru en 1996 como Agua turbia.
Por mencionar dos nombres (y no traigo a colación, por no liarla más, a gente como Miguel Sánchez-Ostiz y novelas suyas como Zarabanda, con quien ni siquiera cabe la disculpa de la lengua).
Y, de acuerdo, a estos autores se les puede achacar que, utilizando los mimbres del género negro, intentan escribir una novela, como suele decirse, más literaria (sea lo que sea eso). Pero es que el también navarro Alberto Ladrón Arana casi no ha producido otra cosa que thrillers desde que empezó su carrera. Alguno, como Arotzaren eskuak (Elkar 2006) contiene caseríos navarros, oscuras historias de la época de la II Guerra Mundial, nazis y asesinatos en serie (¿a qué suena todo esto?). En su último, Piztiaren begiak (Elkar 2012) aparte de los consabidos asesinatos que parecen accidentes, hay niños desaparecidos, parados y ex-presos metidos a labores detectivescas y un antiguo comisario de la policía nacional que ha montado una empresa de seguridad y que se lleva muy bien con las autoridades forales. Y todo ocurre en Pamplona y sus alrededores, fíjate. Pero, anda lío, no se ha traducido nada suyo al español.
Leídas en la red las primeras páginas de El guardián invisible (que, por cierto, también puede adquirirse en euskera, en la editorial Erein), puedo declarar y declaro que no me impulsan a continuar la lectura ni más ni menos que los comienzos de las novelas de Ladrón Arana. Los de Jon Alonso y Aingeru Epaltza, qué duda cabe, mucho más. Tanto, que hasta me suelo terminar sus obras.
Invisibilidades hay muchas. Y guardianes, también: el más eficaz, el del mercado mundial del libro, que, aparte de propulsar un libro hacia el éxito global, nos quiere hacer creer no sólo que existe, sino que acaba de nacer algo tan absurdo como el thriller navarro.