El año pasado se publicaron 60 219 libros, de los cuales tres de cada diez eran literarios. Aunque parezca una cifra increíblemente alta y poco asumible, lo cierto es que ha bajado con respecto a años anteriores. Supongo que nos preguntamos cuántos de esos 60 219 fueron prescindibles y cuántos de los imprescindibles no se publicaron. Hoy en día el catálogo y abanico de todos esos libros que se llegan a publicar en un solo año parecen una broma si lo comparamos con cifras de décadas anteriores; en cuanto a si son prescindibles o no, comparados esos sesenta mil libros con los que en su momento fueron censurados o prohibidos, uno no sabe qué pensar. ¿Qué pasaría si más de la mitad de esos libros no vieran la luz? ¿Saldríamos ganando o perdiendo? Si tenemos en cuenta las obras que en épocas anteriores nos fueron vedadas, casi mejor que se sigan publicando libros irresponsablemente, no sea que se nos pase alguno de los importantes.
Nos habríamos perdido, por ejemplo, el Diario de Ana Frank. Es más, a día de hoy hay personas que no están de acuerdo con que este libro sea de lectura obligatoria en los colegios. Nos habríamos perdido El origen de las especies, de Darwin, que fue prohibido por motivos religiosos en muchos países. Nos habríamos perdido Las mil y una noches, al que acusaban de tener obscenidades capaces de poner en riesgo la integridad moral de sus (prohibidos) lectores. Nos habríamos perdido, como en la época franquista, El Quijote; editar obras maestras de la literatura debería ser añadido a las cosas que “con Franco no pasaban”. Nos habríamos perdido La Odisea, y también Hamlet, y también 1984, y también Matar a un ruiseñor. Y nos habríamos perdido tantísimos libros que hoy en día son considerados imprescindibles… que antes que quemar, lo que se nos ocurre es seguir editando como si fuera lo único que sabemos hacer. Lo que no sabemos hacer tan bien como editar es leer, pero habrá que ir por pasos.