Sendas neurales del miedo

Adolf Tobeña

Hay gente que no conoce el miedo o que no da señales, al menos, de padecerlo. Hay individuos que desde pequeñines fueron atrevidos, valientes, arriesgados y hasta temerarios, sin dar muestras jamás de arredrarse ante las situaciones que suelen producir aprehensión, espanto o parálisis atenazadora en los demás. Son tipos que ante cualquier desafío mantienen el pulso firme y la mente en calma. Se lo permite su fisiología basal: su corazón sigue latiendo en una frecuencia baja de pulsaciones ante el peligro extremo, la musculatura y el porte acrecientan la tensión para ganar firmeza y disposición competitiva, pero sin rondar el titubeo y mucho menos el tembleque, y los periscopios de la atención vigilante acentúan, por último, el oteo de las señales alarmantes o intimidatorias mediante un escaneo expeditivo de las opciones de salida. Ese tipo de reacción vigilante pero esencialmente templada ante el peligro acuciante depende de una compleja descarga neural y hormonal donde prima la vía del combate o el escape resolutivos. La disposición para la lucha eficaz, mediante opciones diversas, ante las amenazas graves e inminentes. Se puede entrenar y curtir, por descontado, y eso persiguen las múltiples técnicas de adiestramiento que se ejercitan en las profesiones humanas de alto riesgo, pero hay gente que necesita muy poca instrucción porque tiende a desarrollar, espontáneamente, los atributos nucleares del coraje y el temple.

El miedo es una reacción defensiva normal y semiautomática ante estímulos amenazadores externos y tiene circuitos, nodos y engranajes a su servicio en el sistema nervioso y el endocrino. Guarda cierto parecido con el dolor, el conjunto de reacciones defensivas ante las irritaciones que nacen en la periferia corporal o en las vísceras, que también disponen de intrincados sistemas neurales y hormonales para propiciarlas o atenuarlas. Y del mismo modo que hay gente con gran aguante ante el dolor intenso, los hay también con gran temple ante el miedo cerval. En no poca medida eso depende de las prescripciones génicas, es decir, de las combinaciones de partida en el trenzado molecular cromosómico que se reciben al nacer. En programas veterinarios de crianza selectiva en cánidos y en zorros, dilatados a lo largo de muchísimas generaciones, los atributos de la temerosidad y la agresividad distintivas cristalizan con facilidad. Es decir, de la misma manera que se obtienen estirpes plácidas o violentas a base de ir cruzando progenitores con rasgos temperamentales de ese cariz, pueden cuajarse asimismo líneas emparentadas de animales timoratos y retraídos, por un costado, o decididos y valientes, por otro. Hallazgos similares se han consignado en diversas líneas de roedores con el ánimo de optimizar análogos sencillos para la investigación neurofarmacéutica. Y en cuidadosos estudios longitudinales efectuados en niños, desde los pocos meses de vida hasta bien entrada la adolescencia, se ha constatado también que las bolsas de los tímidos y retraídos precoces, por un lado, y las de los atrevidos y temerarios, por otro, tienen una notoria continuidad tanto en términos de comportamiento como en diversos índices fisiológicos. Eso puede cambiarse, por supuesto, porque el peso de la carga génica para el temor basal tan solo alcanza a modular un 50% de la variabilidad en el rasgo, con lo cual se abre un universo de posibilidades para las entradas de toda índole. Hay experiencias que pueden llevar a un tímido a protagonizar hazañas heroicas y también las hay que pueden convertir a un decidido y corajudo en un inhibido y acobardado. Esos cambios requieren, en cualquier caso, unas modificaciones sustantivas en los perfiles de trabajo y descarga idiosincrática de los sistemas neurales del miedo.

El potente armazón cognitivo que distingue a los humanos añade complejidades sin cuento a ese montaje de reacciones emotivas de raíz visceral y diseñadas, en primera instancia, para lidiar con los sobresaltos amenazadores que proporciona la existencia. La plena conciencia de tránsito vital y muerte cercana muy pronto señorea el vastísimo territorio de las angustias y los terrores en nuestra especie, al devenir el peligro nuclear donde todos los temores acostumbran a confluir. Esa misma complejidad de las arquitecturas cognitivas permite fenómenos tan curiosos como que el miedo nazca y anide en el propio sujeto, sin motivo externo alguno que lo justifique, que se cimiente en amenazas y edictos de entidades o artefactos sobrenaturales, o que haya episodios de contagio aprehensivo o estallidos, incluso, de pánicos apabullantes en comunidades cultas o en gremios profesionales de notoria sofisticación técnica. El impacto y la persistencia de esos sorprendentes temores se dilucidan siempre, en último término, en el trabajo silente de las sendas encefálicas del miedo.