Esta semana más de uno la habrá empezado con ojeras por haberse quedado a ver la gala de los Goya el domingo por la noche. Muchísimo cinéfilo, mucho amante de la moda y el cotilleo incluso, y algún morboso político que esperaba la gran reivindicación en la fiesta del cine español. Hubo un poco de todo a lo largo de esas cuatro horas que no les quita nadie entre agradecimientos, modesta y manida incredulidad al recibir el premio, discursos emotivos, sketches, etc. Pero esta vez hubo una perla y supongo que a estas alturas todos sabemos de lo que hablamos: el error al leer el nombre de los premiados con el Goya a Mejor Canción Original. Son cosas que pasan, somos humanos y qué se le va a hacer.
Lo interesante de todo esto es cómo la confusión fue la chispa de la noche. Desde la conmiseración por los entonces sí perdedores hasta la mofa por tamaña metedura de pata, todo el mundo comentaba la jugada con un brillo en los ojos. ¿Por qué? Por la sorpresa. Ahí está el quid de la cuestión. Y si no me creen, échenle un vistazo a la prensa del día siguiente: periodistas narrando animosamente la nota discordante de una ceremonia que no sorprendió por nada más.
Y por añadir un ejemplo, lean también qué pasó con ARCO: justamente lo contrario. Llegamos a encontrar titulares como el de Europa Press: “Austeridad y falta de sorpresas en ARCO”, o artículos como el publicado en ABC: “¿Cómo será ARCO '14?”, ilusionado ya con un futuro redentor.
Estamos ávidos de sorpresas en un mundo donde ya apenas nada nos parece sorprendente. Este público ya no solo quiere espectáculo.